La Virgen Santísima de la Luz.
Su Nombre.
“Narrato nomen tuum fratribus meis; in
medio ecclesiae laudabo te—Anunciaré
tu nombre a mis hermanos: en medio
de la asamblea del pueblo de Dios
cantaré tus alabanzas”
Salmos, XXI, 23.
Sermón de José Luz Ojeda López, Pbro.
Todos los nombres que la Iglesia y la piedad cristiana dan a la Virgen Santísima tienen un singular encanto para nuestro corazón. Por eso los repetimos a menudo en las oraciones que aprendimos desde niños, y muchas veces en la letanía, ese poema que cantamos todos los días en honor de Nuestra Señora, para decirle, con los más bellos nombres de la tierra, nuestra admiración, nuestra alabanza y nuestro gozo. Y es que los nombres de la Madre por excelencia tienen, como el nombre de Jesús, la fragancia de los cielos. “Oleum effusum nomen tuum- dice el Cantar de los Cantares, Tu nombre es como un perfume que se derrama”(I, 2).
Mas, por razón de nuestra indigencia y de nuestra miseria, cuando esos nombres no son únicamente una alabanza –aunque encierren un fondo inagotable de verdad—sino que expresan un título de la Virgen Santísima que nos invita a que pongamos en Ella nuestra confianza, y a que descansemos, sin temores, en su regazo maternal, entonces esos nombres, además de un singular encanto, tienen para nuestros corazones un sabor de consuelo y de esperanza.
Tal es el nombre que hoy venimos a dar a la Virgen María, al saludarla con esta hermosa advocación “Nuestra Señora de la Luz”, o, mejor –como lo ha transformado la devoción de esta ciudad-- “Nuestra Madre Santísima de la Luz”.
Madre de la Luz... ¡Qué dulce nombre! Lo aprendimos, pequeños aún, de los labios de nuestras madres, y lo pronunciamos al instante “como la primera expresión de nuestro primer pensamiento”; lo escuchamos después en todos los labios, porque en esta tierra todos los labios y todas las cosas lo repiten; lo escribirán más tarde en nuestro corazón cada cada una de nuestras alegrías y cada uno de nuestros dolores; fue creciendo en nosotros a medida que crecíamos, y hoy lo llevamos de tal manera en el fondo de nuestra alma, que forma parte de nuestro ser: de nuestro ser social, porque es la suma y el compendio de nuestras tradiciones; de nuestro ser individual, porque es nuestra alegría, nuestra fuerza y la primera razón de nuestra esperanza...
Madre de la Luz... Pero ¿qué significa este nombre tan dulce y a la vez tan misterioso?
Yo quisiera explicarlo, amados hermanos a la luz de la Santa Escritura, en esta solemnidad, para que, conociendo mejor los tesoros que en él se encierran, la améis todavía más, y se lo digáis a la Virgen Santísima con la confianza y con toda la ternura de nuestros corazones.
Virgen Santísima: Si siempre es dulce para un corazón sacerdotal hablar de tu nombre; ¡qué dulzura será para el mío hablar de la gloria de tu nombre de la Luz, en este lugar, y ante esa imagen tuya, desde la cual eres la luz para nuestros ojos y luz para nuestras almas! Dame tu santa gracia, para que pueda anunciar tu nombre a mis hermanos, y alabarte dignamente. “Dignare me, laudare te, Virgo Sacrata”.
*
* *
En el lenguaje de la Santa Escritura, la luz es, por excelencia, la imagen de Dios, quizá porque entre las cosas materiales ninguna nos habla mejor, aunque de manera imperfecta y lejana del ser purísimo por esencia. La luz es imagen de Dios, porque Dios es la luz substancial y el origen y la fuente de toda luz.
Por eso en el Nuevo Testamento –que es la revelación de Dios hecha por el Salvador, la revelación admirable que el apóstol san Juan parece compendiar en estas palabras: “Lo que oímos de Jesucristo eso os anunciamos: que Dios es la luz, y en El no hay tinieblas”(1° San Juan, I,5)—en el Nuevo Testamento, todo lo grande y excelso es luminosos, y resplandece ante los ojos de los hombres en la luz de Dios.
Por tres veces, sin embargo, se emplea en la Nueva Ley, de una manera especialísima, esta imagen espléndida de la luz.
I
En primer lugar, para designar a Jesucristo Nuestro Señor.
Jesucristo es la luz, porque es el Hijo de Dios, y, siendo su hijo unigénito, es el esplendor de su belleza y, por decirlo así, su rostro adorable: es Aquel por quien el Padre declara todo lo que es, expresa todo lo que piensa, da a conocer todo lo que ama; es la manifestación infinita de una perfección que no tiene límites ni riberas, la dilatación eterna de una vida sin principio, es el esplendor substancial de una luz sin sombras, la comunicación viviente de un amor sin medida. Es lo que nos da a entender las Sagradas Escrituras cuando le llaman “imago Dei invisibilis –la imagen de Dios invisible”(Colosenses, I, 15), “speculum sine macula Dei maiestatis –espejo inmaculado de su majestad”(Sabiduría, VII, 26), “splendor gloriae et figura substantiae ojus –el esplendor de su gloria y la figura de su substancia”(Hebreos, I, 3).
Antes de que viniera al mundo, y antes de que existieran todas las cosas, ya era la luz: “En el principio era el verbo... En Él estaba la vida, y la vida era la luz de los hombres”(San Juan, I, 1, 4); apenas aparecido en la Tierra, el anciano Simeón lo saluda como la luz: “lumen ad revelationem gentium --luz para iluminar las tinieblas de los gentiles”(San Lucas II, 32), y cuando, terminada la vida oculta, principia su ministerio apostólico, El se proclama a si mismo como la luz: “Yo soy la luz del mundo”(San Juan, VIII,12).
Si, Jesucristo Nuestro Señor es la luz: en sí mismo, porque es “el candor de luz eterna”(Sabiduría,VIII, 26); en sus palabras, porque iluminan las inteligencias y escrutan hasta lo más profundo de los corazones; en las obras de su vida, porque todas resplandencen, como la luz, a las miradas de Dios y de los hombres; en su muerte, porque con ella nos arrancó del poder de las tinieblas, en sus sacramentos –que son los siete ríos que de su costado abierto descienden hasta nosotros—porque nos dan ese ser dicino que llama la gracia, que nos reviste de “las armas de la luz”(Romanos, XIII, 12) y nos da derecho a la luz inextinguible.
Ahora bien, si Jesucristo es la luz, este dulce nombre “Madre de la Luz” quiere decir, ante todo, Madre de Jesucristo. ¡Alegrémonos! Porque, al darle este nombre a Nuestra Señora, le decimos su título por excelencia, y la razón de su grandeza y de su gloria.
El Evangelio –de ordinario tan sobrio cuando habla de María –dice de Ella, sin embargo, estas palabras: “María de qua natus est Jesus qui vocatur Chistus” –María de la cual nació Jesús, que es llamado Cristo” (San Mateo, I, 16). Y estas palabras, por expresar lo que expresan, y proceder del foco de donde proceden, no pueden ser nunca superadas. “Ni la Iglesia católica con todos sus homenajes, con todos sus templos, con todos sus altares, con todas sus estatuas, con todo su incienso, con todos sus panegíricos, con todas sus fiestas, con todos sus cánticos, con todas sus flores, con todas su cofradías, con todo su respeto, con toda su confianza, su veneración y amor, ha colocado tan alto a la Virgen Santísima como el Evangelio, con estas palabras tan breves, pero ten henchidas y tan elocuentes: María, de qua natura est Jesus, qui vocatur Christus –María, de la cual nació Jesús, que es llamado Cristo”(P. Monsabré, 30° Conf. de Notre Dame).
Pues lo mismo hace el más humilde de los cristianos que, desde el fondo de su pequeñez, saluda a la Santísima Virgen con este nombre dulcísimo
“Madre de la Luz”, porque con él le dice “Madre de Jesucristo”, que “es la luz verdadera que ilumina a todo hombre que viene a este mundo”(San Juan, I, 9); con él le dice el mayor de todos los elogios, la más pura de todas las alabanzas y la más honda de todas las plegarias.
Su Nombre.
“Narrato nomen tuum fratribus meis; in
medio ecclesiae laudabo te—Anunciaré
tu nombre a mis hermanos: en medio
de la asamblea del pueblo de Dios
cantaré tus alabanzas”
Salmos, XXI, 23.
Sermón de José Luz Ojeda López, Pbro.
Todos los nombres que la Iglesia y la piedad cristiana dan a la Virgen Santísima tienen un singular encanto para nuestro corazón. Por eso los repetimos a menudo en las oraciones que aprendimos desde niños, y muchas veces en la letanía, ese poema que cantamos todos los días en honor de Nuestra Señora, para decirle, con los más bellos nombres de la tierra, nuestra admiración, nuestra alabanza y nuestro gozo. Y es que los nombres de la Madre por excelencia tienen, como el nombre de Jesús, la fragancia de los cielos. “Oleum effusum nomen tuum- dice el Cantar de los Cantares, Tu nombre es como un perfume que se derrama”(I, 2).
Mas, por razón de nuestra indigencia y de nuestra miseria, cuando esos nombres no son únicamente una alabanza –aunque encierren un fondo inagotable de verdad—sino que expresan un título de la Virgen Santísima que nos invita a que pongamos en Ella nuestra confianza, y a que descansemos, sin temores, en su regazo maternal, entonces esos nombres, además de un singular encanto, tienen para nuestros corazones un sabor de consuelo y de esperanza.
Tal es el nombre que hoy venimos a dar a la Virgen María, al saludarla con esta hermosa advocación “Nuestra Señora de la Luz”, o, mejor –como lo ha transformado la devoción de esta ciudad-- “Nuestra Madre Santísima de la Luz”.
Madre de la Luz... ¡Qué dulce nombre! Lo aprendimos, pequeños aún, de los labios de nuestras madres, y lo pronunciamos al instante “como la primera expresión de nuestro primer pensamiento”; lo escuchamos después en todos los labios, porque en esta tierra todos los labios y todas las cosas lo repiten; lo escribirán más tarde en nuestro corazón cada cada una de nuestras alegrías y cada uno de nuestros dolores; fue creciendo en nosotros a medida que crecíamos, y hoy lo llevamos de tal manera en el fondo de nuestra alma, que forma parte de nuestro ser: de nuestro ser social, porque es la suma y el compendio de nuestras tradiciones; de nuestro ser individual, porque es nuestra alegría, nuestra fuerza y la primera razón de nuestra esperanza...
Madre de la Luz... Pero ¿qué significa este nombre tan dulce y a la vez tan misterioso?
Yo quisiera explicarlo, amados hermanos a la luz de la Santa Escritura, en esta solemnidad, para que, conociendo mejor los tesoros que en él se encierran, la améis todavía más, y se lo digáis a la Virgen Santísima con la confianza y con toda la ternura de nuestros corazones.
Virgen Santísima: Si siempre es dulce para un corazón sacerdotal hablar de tu nombre; ¡qué dulzura será para el mío hablar de la gloria de tu nombre de la Luz, en este lugar, y ante esa imagen tuya, desde la cual eres la luz para nuestros ojos y luz para nuestras almas! Dame tu santa gracia, para que pueda anunciar tu nombre a mis hermanos, y alabarte dignamente. “Dignare me, laudare te, Virgo Sacrata”.
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En el lenguaje de la Santa Escritura, la luz es, por excelencia, la imagen de Dios, quizá porque entre las cosas materiales ninguna nos habla mejor, aunque de manera imperfecta y lejana del ser purísimo por esencia. La luz es imagen de Dios, porque Dios es la luz substancial y el origen y la fuente de toda luz.
Por eso en el Nuevo Testamento –que es la revelación de Dios hecha por el Salvador, la revelación admirable que el apóstol san Juan parece compendiar en estas palabras: “Lo que oímos de Jesucristo eso os anunciamos: que Dios es la luz, y en El no hay tinieblas”(1° San Juan, I,5)—en el Nuevo Testamento, todo lo grande y excelso es luminosos, y resplandece ante los ojos de los hombres en la luz de Dios.
Por tres veces, sin embargo, se emplea en la Nueva Ley, de una manera especialísima, esta imagen espléndida de la luz.
I
En primer lugar, para designar a Jesucristo Nuestro Señor.
Jesucristo es la luz, porque es el Hijo de Dios, y, siendo su hijo unigénito, es el esplendor de su belleza y, por decirlo así, su rostro adorable: es Aquel por quien el Padre declara todo lo que es, expresa todo lo que piensa, da a conocer todo lo que ama; es la manifestación infinita de una perfección que no tiene límites ni riberas, la dilatación eterna de una vida sin principio, es el esplendor substancial de una luz sin sombras, la comunicación viviente de un amor sin medida. Es lo que nos da a entender las Sagradas Escrituras cuando le llaman “imago Dei invisibilis –la imagen de Dios invisible”(Colosenses, I, 15), “speculum sine macula Dei maiestatis –espejo inmaculado de su majestad”(Sabiduría, VII, 26), “splendor gloriae et figura substantiae ojus –el esplendor de su gloria y la figura de su substancia”(Hebreos, I, 3).
Antes de que viniera al mundo, y antes de que existieran todas las cosas, ya era la luz: “En el principio era el verbo... En Él estaba la vida, y la vida era la luz de los hombres”(San Juan, I, 1, 4); apenas aparecido en la Tierra, el anciano Simeón lo saluda como la luz: “lumen ad revelationem gentium --luz para iluminar las tinieblas de los gentiles”(San Lucas II, 32), y cuando, terminada la vida oculta, principia su ministerio apostólico, El se proclama a si mismo como la luz: “Yo soy la luz del mundo”(San Juan, VIII,12).
Si, Jesucristo Nuestro Señor es la luz: en sí mismo, porque es “el candor de luz eterna”(Sabiduría,VIII, 26); en sus palabras, porque iluminan las inteligencias y escrutan hasta lo más profundo de los corazones; en las obras de su vida, porque todas resplandencen, como la luz, a las miradas de Dios y de los hombres; en su muerte, porque con ella nos arrancó del poder de las tinieblas, en sus sacramentos –que son los siete ríos que de su costado abierto descienden hasta nosotros—porque nos dan ese ser dicino que llama la gracia, que nos reviste de “las armas de la luz”(Romanos, XIII, 12) y nos da derecho a la luz inextinguible.
Ahora bien, si Jesucristo es la luz, este dulce nombre “Madre de la Luz” quiere decir, ante todo, Madre de Jesucristo. ¡Alegrémonos! Porque, al darle este nombre a Nuestra Señora, le decimos su título por excelencia, y la razón de su grandeza y de su gloria.
El Evangelio –de ordinario tan sobrio cuando habla de María –dice de Ella, sin embargo, estas palabras: “María de qua natus est Jesus qui vocatur Chistus” –María de la cual nació Jesús, que es llamado Cristo” (San Mateo, I, 16). Y estas palabras, por expresar lo que expresan, y proceder del foco de donde proceden, no pueden ser nunca superadas. “Ni la Iglesia católica con todos sus homenajes, con todos sus templos, con todos sus altares, con todas sus estatuas, con todo su incienso, con todos sus panegíricos, con todas sus fiestas, con todos sus cánticos, con todas sus flores, con todas su cofradías, con todo su respeto, con toda su confianza, su veneración y amor, ha colocado tan alto a la Virgen Santísima como el Evangelio, con estas palabras tan breves, pero ten henchidas y tan elocuentes: María, de qua natura est Jesus, qui vocatur Christus –María, de la cual nació Jesús, que es llamado Cristo”(P. Monsabré, 30° Conf. de Notre Dame).
Pues lo mismo hace el más humilde de los cristianos que, desde el fondo de su pequeñez, saluda a la Santísima Virgen con este nombre dulcísimo
“Madre de la Luz”, porque con él le dice “Madre de Jesucristo”, que “es la luz verdadera que ilumina a todo hombre que viene a este mundo”(San Juan, I, 9); con él le dice el mayor de todos los elogios, la más pura de todas las alabanzas y la más honda de todas las plegarias.
(Tomado del apunte manuscrito de los sermones del padre José Luz Ojeda, propiedad de Maria Elena Calderón)
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