III
Constituida la Iglesia, en la Santa Escritura se encuentra una vez más la imagen de la luz. ¿A quién designa ahora? ¿A quién se aplica el nombre de esa realidad impalpable y, en cierto modo, divina? Aunque parezca admirable y asombroso, el apóstol san Pablo designa con este nombre a los cristianos.
No constituye una de las menores maravillas de nuestra Religión el hecho de que los cristianos seamos comparados a la luz. Sin embargo, ¿podía ser de otra manera? Los cristianos somos la raza nacida de la sangre de Jesucristo Nuestro Señor, y destinada, por lo tanto a llevar su luz en medio del mundo.
En la Epístola de los Efesios donde el gran apóstol, después de oponer, en su conjunto, la excelencia de la vida cristiana, a la depravación de la antigua vida de los recién convertidos, dice a éstos hermosamente “Eratis aliguando tenebrae, nunc autem lux in Domino –En otro tiempo erais tinieblas, pero ahora sois luz en el Señor”(Efesios, V,8).
Observemos la divina fuerza de esta expresión. “El que obra el mal, odia la luz -´qui male agial, odet lucem”, dice el apóstol san Juan, y, cuando persevera en el mal, de tal manera es transformado por él, que llega a tomar, por decirlo así, la naturaleza de las tinieblas: “eratis aleguando tenebrae”. No así el que huye del pecado: “qui facit ventatem, venit al lucem –el que practica la doctrina de la verdad, camina hacia la luz”(San Juan, III, 20-21), y de tal manera se reviste de ella, que la luz, esto es, la santidad, viene a ser como su naturaleza y su elemento vital.
¿Cómo puede realizarse esta maravilla? El Apóstol lo dice en estas dos palabras: In Domino –Es el Señor”, porque esta transformación admirable es una consecuencia de la unión del cristiano con la luz substancial. El cristiano que camina en la justicia es luz, porque está revestido de Jesucristo Nuestro Señor.
Pues si el cristiano es luz, según lo enseña la Escritura, esta dulce expresión “Madre de la Luz” quiere decir, finalmente, Madre de los cristianos.
¡Madre de los cristianos! ¿No es éste el título, --aparte de aquél otro que es la fuente primera de todas las grandezas de la Santísima Virgen María—no es este el título más querido para su corazón? ¿Y no es, al mismo tiempo, el título más querido para el corazón de los hombres?
En efecto, desde la Encarnación Ella fue nuestra Madre porque, aceptando la maternidad divina, aceptó, al mismo tiempo, engendrarnos a la vida de la gracia. El “fiat” que el dio a Jesús por hijo nos entregó también a nosotros en su regazo. ¿No fue ese fiat el anuncio y el principio de la salud? ¿No dio a la humanidad la posibilidad de la regeneración? Dándonos a Cristo María nos dio la vida, pero si desde Nazaret fue nuestra Madre, la proclamación de esta maternidad se realizó sino hasta el Calvario, cuando escuchó, casi con el último suspiro del Hijo de Dios, aquellas palabras “Mujer, ha allí a tu hijo”(San Juan). Nazaret y el Calvario. Nazaret: la primavera de su destino, cuando, en al flor de su virginal juventud, concibió al Hijo de sus complacencias. El Calvario: la estación de las mieses doradas, cuando corrió, del pecho traspasado de Cristo, el licor divino de vida. ¡Cómo no ha de amar la Virgen Santísima si título de Madre de los cristianos...!
¡Y cómo no la hemos de amar nosotros! Por él tenemos una esperanza más; pues el ser Ella nuestra Madre es la causa de nuestra esperanza; por él tenemos en el cielo lo que forma el encanto de la vida de aquí abajo, quiero decir: la dulzura de una Madre; por él cada uno de los hombres podemos decir con san Estanislao de Hostka: “¡La Madre de Dios se llama Madre!”.
¡Con razón nos es tan dulce exclamar “Madre Santísima de la Luz”, si con esta expresión fuésemos a decir, con toda el alma: “Madre nuestra; Madre que –en medio de nuestra pequeñez y de nuestra miseria—te has dignado aceptarnos por hijos tuyos; Madre, en cuyo regazo cabemos todos, puesto que allí ha cabido en todo su esplendor, el Verbo de la vida; Madre de nuestras almas, por las que has dado el precio opulento de la sangre de tu Hijo; Madre en cuyo seno los desgraciados tenemos un lugar tanto más ampliamente somos más desgraciados; Madre a quien no alejan nuestras tinieblas y nuestras negruras, porque eres la madre de la Luz...!
*
* *
Todos los nombres que la Iglesia y la piedad cristiana dan a la Santísima Virgen María tienen un singular encanto para nuestro corazón. Pero aquéllos que encierran uno de los títulos suyos que nos obligan a confiar en ella sin temores llenan siempre nuestra alma del más dulce de los consuelos y de la mpas inquebrantable de las esperanzas. Es el nombre que hoy venimos a darle: “Madre Santísima de la Luz” en el cual se esconden las más altas y profundas realidades, pues este nombre significa: Madre de Jesucristo, que es la luz increada; Madre de los sacerdotes, que son “la luz del mundo”, Madre de los cristianos, que son “luz en el Señor”.
(Carta del presbítero Juan Jesús Posadas Ocampo a su maestro y sermón tomado de los cuadernos autógrafos del padre José Luz Ojeda López propiedad de Maria Elena Calderón)
Constituida la Iglesia, en la Santa Escritura se encuentra una vez más la imagen de la luz. ¿A quién designa ahora? ¿A quién se aplica el nombre de esa realidad impalpable y, en cierto modo, divina? Aunque parezca admirable y asombroso, el apóstol san Pablo designa con este nombre a los cristianos.
No constituye una de las menores maravillas de nuestra Religión el hecho de que los cristianos seamos comparados a la luz. Sin embargo, ¿podía ser de otra manera? Los cristianos somos la raza nacida de la sangre de Jesucristo Nuestro Señor, y destinada, por lo tanto a llevar su luz en medio del mundo.
En la Epístola de los Efesios donde el gran apóstol, después de oponer, en su conjunto, la excelencia de la vida cristiana, a la depravación de la antigua vida de los recién convertidos, dice a éstos hermosamente “Eratis aliguando tenebrae, nunc autem lux in Domino –En otro tiempo erais tinieblas, pero ahora sois luz en el Señor”(Efesios, V,8).
Observemos la divina fuerza de esta expresión. “El que obra el mal, odia la luz -´qui male agial, odet lucem”, dice el apóstol san Juan, y, cuando persevera en el mal, de tal manera es transformado por él, que llega a tomar, por decirlo así, la naturaleza de las tinieblas: “eratis aleguando tenebrae”. No así el que huye del pecado: “qui facit ventatem, venit al lucem –el que practica la doctrina de la verdad, camina hacia la luz”(San Juan, III, 20-21), y de tal manera se reviste de ella, que la luz, esto es, la santidad, viene a ser como su naturaleza y su elemento vital.
¿Cómo puede realizarse esta maravilla? El Apóstol lo dice en estas dos palabras: In Domino –Es el Señor”, porque esta transformación admirable es una consecuencia de la unión del cristiano con la luz substancial. El cristiano que camina en la justicia es luz, porque está revestido de Jesucristo Nuestro Señor.
Pues si el cristiano es luz, según lo enseña la Escritura, esta dulce expresión “Madre de la Luz” quiere decir, finalmente, Madre de los cristianos.
¡Madre de los cristianos! ¿No es éste el título, --aparte de aquél otro que es la fuente primera de todas las grandezas de la Santísima Virgen María—no es este el título más querido para su corazón? ¿Y no es, al mismo tiempo, el título más querido para el corazón de los hombres?
En efecto, desde la Encarnación Ella fue nuestra Madre porque, aceptando la maternidad divina, aceptó, al mismo tiempo, engendrarnos a la vida de la gracia. El “fiat” que el dio a Jesús por hijo nos entregó también a nosotros en su regazo. ¿No fue ese fiat el anuncio y el principio de la salud? ¿No dio a la humanidad la posibilidad de la regeneración? Dándonos a Cristo María nos dio la vida, pero si desde Nazaret fue nuestra Madre, la proclamación de esta maternidad se realizó sino hasta el Calvario, cuando escuchó, casi con el último suspiro del Hijo de Dios, aquellas palabras “Mujer, ha allí a tu hijo”(San Juan). Nazaret y el Calvario. Nazaret: la primavera de su destino, cuando, en al flor de su virginal juventud, concibió al Hijo de sus complacencias. El Calvario: la estación de las mieses doradas, cuando corrió, del pecho traspasado de Cristo, el licor divino de vida. ¡Cómo no ha de amar la Virgen Santísima si título de Madre de los cristianos...!
¡Y cómo no la hemos de amar nosotros! Por él tenemos una esperanza más; pues el ser Ella nuestra Madre es la causa de nuestra esperanza; por él tenemos en el cielo lo que forma el encanto de la vida de aquí abajo, quiero decir: la dulzura de una Madre; por él cada uno de los hombres podemos decir con san Estanislao de Hostka: “¡La Madre de Dios se llama Madre!”.
¡Con razón nos es tan dulce exclamar “Madre Santísima de la Luz”, si con esta expresión fuésemos a decir, con toda el alma: “Madre nuestra; Madre que –en medio de nuestra pequeñez y de nuestra miseria—te has dignado aceptarnos por hijos tuyos; Madre, en cuyo regazo cabemos todos, puesto que allí ha cabido en todo su esplendor, el Verbo de la vida; Madre de nuestras almas, por las que has dado el precio opulento de la sangre de tu Hijo; Madre en cuyo seno los desgraciados tenemos un lugar tanto más ampliamente somos más desgraciados; Madre a quien no alejan nuestras tinieblas y nuestras negruras, porque eres la madre de la Luz...!
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Todos los nombres que la Iglesia y la piedad cristiana dan a la Santísima Virgen María tienen un singular encanto para nuestro corazón. Pero aquéllos que encierran uno de los títulos suyos que nos obligan a confiar en ella sin temores llenan siempre nuestra alma del más dulce de los consuelos y de la mpas inquebrantable de las esperanzas. Es el nombre que hoy venimos a darle: “Madre Santísima de la Luz” en el cual se esconden las más altas y profundas realidades, pues este nombre significa: Madre de Jesucristo, que es la luz increada; Madre de los sacerdotes, que son “la luz del mundo”, Madre de los cristianos, que son “luz en el Señor”.
(Carta del presbítero Juan Jesús Posadas Ocampo a su maestro y sermón tomado de los cuadernos autógrafos del padre José Luz Ojeda López propiedad de Maria Elena Calderón)
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