domingo, 3 de mayo de 2009

La novedad de Dios en México

En las décadas de los 50 y 60 del siglo pasado, en el conventual edificio de la escuela parroquial José María Morelos y Pavón de Salvatierra, escuché alelado las narraciones de la persecución religiosa y el martirio de padre paralítico Ruperto Mendoza, cuya enfermedad surgió de pasar un día de invierno dentro de un tanque de agua deméstico. Pero la credulidad de esas historias las reforzó en su momento un inspector escolar, vestido de azul-gris, con pantalones de casimir ya viejos, chaleco de lana y una cadena de oro para sujetar su reloj de bolsillo, moreno mal afeitado y con sus clásicos lentes con cristales verdes. Un largo discurso vespertino en el patio principal del ex-convento de las monjas Capuchinas. Y nosotros formados para enseñarle los libros de texto obligatorios y gratuitos recibidos a través de la dirección del colegio. Mucho alabó la riqueza didáctica de los modernos manuales de estudio producidos por los gobiernos de la Revolución Mexicana. Sin embargo, algo se oía como un rumor, aún eran mejores los manuales de Tirso Rafael Córdova, decían los abuelos ilustrados de mis compañaros, pues Córdova había sido académico de la lengua, y quién introdujo los primeros manuales didácticos para desarrollar los cursos de enseñanza primaria, en 1885, en el colegio parroquial entonces llamado "Sagrado Corazón de Jesús". 
Hoy recuerdo esas estampas de los resabios de la persecución religiosa iniciada en la década de los 20. Después ingresé al seminario de Morelia, y ese sentimiento de persecución se extinguió en las canchas y corredores de la institución confesional. Sin embargo, regrese a ese sentimiento pero ahora como persegidor, pues durante mis cursos en la escuela preparatoria en la Universidad de Michoacán asumí la actitud contraria a la iglesia,  como resultado de las peroratas escuchadas a los maestros preparatorianos, todos masones, quienes impartían clases argumentando en contra del clero y sus instituciones, pintándolo como obstáculos al progreso de la civilización. Ese fue mi periodo juvenil de jacobino. En los portales del exconvento de San José en Morelia, los preparatorianos sentiamos ese sentido de rebeldía inflamando nuestras alegatas juveniles. Pero mi periodo verdaderamente radical fue en la Facultad de Filosofía, las lecturas de Marx, Camus, Sartre, Nietzche, Kant, Dostoievsky, Lautremont, Garudy y otros pusieron en crisis mi identidad salvaterrense, que era tomista y carmelitana, casi renegaba de las peregrinaciones, misas y arte sacro. Con mucho esfuerzo leía a Jesús Guisa y Azevedo, lo hacía pensando que estaba perdiendo el tiempo, pero sus razonamientos me sorprendieron por lo novedoso de sus temas y conclusiones,  eran completamente originales para mi. Y leí en sus libros al movimiento sinarquista y, también, supe de las acciones del Club Zorros quienes me despertaron la interrogante por la valía de Federico Escobedo, cuya biografía, al decubrirla, me convirtió de nuevo al catolicismo.
Hoy no dejo de sentir cierto entusiasmo cuando veo la trasmisión de las misas dominicales en la televisión y más tranquilidad invade mi alma cuando las escuelas públicas de todos los niveles acuden en horario de clase, a escuchar la explicación histórica-religiosa del arte sacro del Santuario Diocesano de Nuestra Madre Santísima de la Luz que imparto para preservar la identidad de Salvatierra.
Estamos viviendo no la revolución, sino la restauración. Aunque está por llegar a México un poderoso envate mundial en contra de Dios, la restauración es una poderosa novedad para recobrar nuestra identidad nacional.

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