miércoles, 6 de octubre de 2010

El capital originario de la inversión en la Fábrica La Reforma: de leyenda, por Herminio Martínez

EMETERIA VALENCIA

Aunque nació en Salamanca, Gto., el 2 de marzo de 1833, gran parte de su vida la pasó en Celaya, adonde se había mudado con su esposo, el señor don Eusebio González López, para administrar desde allí los vastos territorios de sus haciendas y atender más de cerca el Molino de Soria, de su propiedad, así como la fábrica de mantas “La Esperanza”, que ambos cónyuges allí habían puesto, al pie de la colina del cerro de la Cruz, a orillas del entonces hermoso río de la Laja, que daba movimiento al viejo molino, construido por unos vascos en 1706, al modo de las antiguas aceñas españolas que molían los trigos para el pan candeal de las dos Castillas, bautizándolo únicamente como El Molino, al que posteriormente se le agregaría de Soria, al ser comprado por el dueño de la hacienda de aquel lugar, el coronel Florencio Soria, quien años más tarde sería Jefe Político de Celaya, y que gobernó hasta el día de su trágica muerte, acaecida el 3 de mayo de 1873, tras haber fracasado en sus intentos por ser gobernador del estado, en lugar del general Florencio Antillón, quien lo “derrotó”, lo cual lo orilló a suicidarse de un tiro en la cabeza, pese a haber sido un excelente Jefe Político y una persona sumamente admirada, respetada y querida. Pudo más el honor militar que la simple vida. En otras versiones se dice que este hombre no murió de un tiro en la cabeza, sino por una bebida envenenada que, al modo de aquéllos tiempos, le dieron para que no continuara en su camino hacia la gubernatura del estado. O tempora. O mores. Don Florencio Soria dejó descendencia: en Celaya aún radica el arquitecto Francisco Valenzuela Pérez, hijo de Francisco Valenzuela Rico, hijo de Ciro Valenzuela Soria, hijo de Ciro Valenzuela Reinoso y Julia Soria y Gama, la cual era hija del coronel Florencio Soria, el cual, a su vez, era hijo de un español de nombre Joseph Soria. Por otro lado, la mayoría de celayenses del siglo XX recuerdan a don Ciro Valenzuela Soria, hombre cristianísimo, vecino del sacerdote y poeta J. Luz Ojeda (calle Manuel Doblado), quien alguna vez, para describirlo, le dedicó los siguientes versos epigramáticos de pie quebrado:

Con esa cara tan rubia

y esa barba tan poblada,

parece un Divino Rostro

pero hecho a la pendeja…

Tras aquéllos acontecimientos ampliamente conocidos y divulgados en toda la comarca, la gente siguió llamándolo el Molino de Soria y con este nombre aparece en algunos documentos, como el epitafio que se le puso al sepulcro del presidente Ignacio Comonfort, allá en el panteón de San Fernando de la Ciudad de México:

SACRIFICADO EN EL MOLINO DE SORIA

NOVIEMBRE 13 DE 1863

Igualmente, el periódico El siglo XIX, de la ciudad de México, en su número 79 del 3 de abril de 1861, también así lo nombra, al dar cuenta del asesinato del joven ingeniero agrimensor Antonio Leyva, hijo de un distinguido matrimonio celayense, a manos del temible bandido Lázaro Ibarburen, a quien apodaban El Lazarino. Este asesinato ocurrió el 23 de marzo de aquel año (1861), cuando El Lazarino, con sus compinches: Lorenzo Camacho, Joaquín Caballero, José Almanza “El Alazán” y muchos otros, merodeaban haciendo de las suyas entre Celaya y el Molino de Soria, por donde tenía que pasar a caballo el joven ingeniero, a quien asaltaron y masacraron, cual solían hacerlo con otras personas. Así lo reseñó El siglo XIX:

“El pasado 23 de marzo del presente 1862, el joven celayense D. Antonio Leyva Estevarena murió a manos del sanguinario “Lazarino”, cerca del Molino de Soria, mientras el joven recorría los trigales”.

El mismo diario relata la anécdota como un hecho de infinita nobleza por parte de los hijos de Celaya, pues en realidad quien asesinó al joven ingeniero fue José Almanza, por despojarlo de su caballo y un reloj de leontina. El muchacho volvía de medir los terrenos de la Hacienda de San Antonio Gallardo (San Juan de la Vega), cuando se topó con la pandilla de asaltantes, comandados por el temible Ibarburen, la cual, a los pocos meses, con más de cuarenta hombres tomó Celaya, pero fueron derrotados y algunos de ellos muertos o hechos prisioneros por las fuerzas organizadas y al servicio de los señores hacendados. José Almanza no alcanzó a huir, sino que, asustado y malherido, por casualidad se refugió en la casa de don Antonio Leyva y doña Antonia Estevarena, padres de su víctima, quienes, pese a que lo reconocieron de inmediato, no dieron parte a la autoridad, sino que lo curaron, lo alimentaron y, al final, aun le regalaron un caballo y veinte pesos para que se alejara de la ciudad, no sin antes desearle buen camino e invitarlo a que se arrepintiera y que cambiara.

LA BARRANCA DE METLAC

Los padres de doña Emeteria fueron los señores Patricio Valencia, castellano, y la señora Guadalupe Ibáñez, también española, de San Sebastián. No tuvo hermanos varones, sólo una hermana de nombre Antonia, la cual, ya grande, contrajo nupcias en Celaya con el español Juan Canelo. En Salamanca pasaban por ser una familia sumamente católica, no faltaban ni a las misas ni al rosario del templo de San Agustín y en su tienda atendían con generosidad y finas maneras a sus clientes, los cuales lo mismo iban por un pilón de azúcar que a comprar camisas, un sombrero de cuatro pedradas, huaraches, tabaco para hacer sus cigarros con las blancas hojas del maíz: peones, mayordomos, personajes del pueblo, en general, acudían a proveerse de algún plato de barro rojo, de los traídos de Tarimoro o unas ollas, de las “panzoncitas” de Huandacareo; cebada, trigo o tramos de cambaya o de aquella otra tela llamada “cabeza de indio”, muy resistente, tanto o más que la gente pobre, para las bregas del vivir. Sus dos pequeñas hijas les ayudaban hasta donde sus fuerzas se los permitían. Esto fue muy al principio, antes de la aventura que vivió don Patricio allá en la Barranca de Metlac, del Pico de Orizaba, a mediados de 1845. ¿Qué aventura le ocurrió a don Patricio Valencia, digna de ser narrada por el propio Miguel de Cervantes Saavedra o algún otro de esos preclaros soldados cronistas de los que –dice la fama-: supieron hermanar la espada con la pluma? Esta es la historia:

Don Patricio Valencia cada año solía hacer un largo viaje al estado de Veracruz a traer tabaco. Era un proceso complicado, se tardaba dos meses en ir y venir, pero valía la pena, pues él era el único distribuidor de este producto en el Bajío, por lo que su tienda, la mejor surtida en toda clase de mercancías de la región, siempre expendía este aromático cultivo mexicano. A él acudían de todas partes en busca de las achicaladas (maceradas) hojas para hacer pitillos, carrujos. Y don Patricio tenía que ejecutar el penoso viaje hasta los valles regados por los arroyos que descienden del volcán Citlaltépetl (citlali, estrella; tépetl, cerro), Cerro de la Estrella, pero llamado popularmente El Pico de Orizaba. Ese año de 1845, como siempre, se dispuso a marchar, despidiéndose de su esposa y de sus dos pequeñas: Emeteria de 11 y Antonia de 9 años de edad. Eran los primeros días de abril y antes de junio estarían de regreso, con las veinte mulas bien cargadas. ¡Veinte! Sí, en esta ocasión llevarían cinco más, porque ahora hasta de Yuriria, Uriangato, Morelia, León y Celaya venían a buscar el producto para fabricar cigarros, a los que en algunas partes denominaban “churumbelas”, quizá por el tamaño y el parecido con ciertos instrumentos musicales de uso común en Andalucía.

-Llevaré tres peones más. Ahora seremos siete –le dijo a su mujer-. Quédense tranquilas.

Y doña Guadalupe lo cargaba de santos, medallas y bendiciones, encomendándoselo a la Virgen del Carmen, a santa Mónica y a san Agustín.

Descansando de pueblo en pueblo, alimentándose bien y alimentando y cuidando a aquella noble recua, alcanzaron las fértiles llanuras tabacaleras de aquél estado, que alguna vez incendiara el Siervo de la Nación don José María Morelos, causándole al gobierno virreinal una pérdida económica de más de veinte millones de pesos. Tanto de ida como de regreso, a fuerza tenían que atravesar la escalofriante Barranca de Metlac, en las faldas del Pico de Orizaba. Y fue en ese lugar donde el destino estaba esperando al padre de doña Emeteria para darle todo el oro y toda la plata que, por siglos, allí se había acumulado. Lo mismo en lingotes que en sacos de monedas, objetos y múltiples alhajas. Los peones arreaban el hato de bestias ya cargadas con los tres fardos que solían echarle a cada una (uno a cada lado y otro arriba), cuando una de aquéllas acémilas resbaló y se fue al barranco, tras un espantoso relincho y un golpe seco que rebotó como un eco de la muerte entre las ramas del profundo abismo.

-¡Choooo!… ¡Choooo! –hizo el hombre.

-¡Choooo!... ¡Choooooooooo! –repitieron los siete empleados.

Todo fue inútil: el animal rodó y rodó hasta estrellarse en un invisible fondo. Los demás estaban asustados, él se veía sereno, con el ánimo de bajar a rescatar por lo menos las tres pacas de tabaco en hoja. Sólo que unos lugareños le advirtieron, a gritos, que no lo hiciera, que por favor no fuera insensato, que mejor se persignara y continuara su camino, porque allá abajo reinaba “satanás” y habitaban los espíritus de los muertos. Los peones tampoco se mostraban dispuestos a seguirlo en su alocada búsqueda. Él no les hizo caso y trabajosamente inició el descenso hacia donde supuso que estaría su mula. Los lugareños, lanzando extrañas preces y mil cruces al viento, se retiraron del lugar, dejando solos a los siete peones, quienes también rezaban y temblaban a la espera del patrón, quien, como si nada, descendía, dispuesto a no perder lo que acababa de comprar. Ninguno de ellos daba crédito a lo que su señor hacía. A sus cuarenta años aún era joven, pero no tanto como para exponerse como lo estaba haciendo. Todos rezaban de rodillas, mientras don Patricio ¡todo un valiente!, ágil y decidido, continuaba bajando de roca en roca y de tronco en tronco, hasta que se topó con un espectáculo realmente aterrador: No había demonios ni encantamientos, sino muchas cargas de oro y plata, piedras preciosas, sedas y otros objetos que hasta allá habían llegado tras un mal paso, pues por ahí tenían que pasar todos los animales y carrozas que iban al Puerto de Veracruz o hacia la Ciudad de México. El suyo yacía agónico, recostado, resquebrajado, tenso, encima de varios huesos, bolsas y cajas ya podridas por las que se asomaba el rubio resplandor de las barras de oro, costales, ricas mantas, cráneos humanos y cofres que, igual, vomitaban por los costillares veneros de monedas, polvos resplandecientes y cristales.

-¡Ay! ¡Ay! -exclamó don Patricio al ver al animal, como para que todos se dieran cuenta que había llegado a fondo.

Y los peones, que lo escucharon, se limitaron a pensar en la manera en que volverían a Salamanca con la triste nueva, imaginándolo difunto.

-¡Ni modo; tú te quedarás en Veracruz, pero tus compañeras volverán a Guanajuato con todo esto! -volvió a hablar en voz alta-. ¡Quién te lo manda ser desobediente, mula terca! –gritó.

Inmediatamente hizo bajar a sus ayudantes y toda esa mañana la pasaron subiendo tenates (bolsas de cuero) llenos de oro, hasta que no quedó ni una moneda, ni una figura preciosa, ni un objeto. Descargaron las mulas, las volvieron a cargar, ahora con el preciado hallazgo. El tabaco qué importaba, de ahí en adelanto otros lo importarían. Y así volvieron por sus pasos.

Sorteando las dificultades del sendero, pronto dejaron atrás aquella geografía hostil y, convencidos de que cuando Dios da, da a manos llenas, se encaminaban al Bajío con aquel cargamento disimulado con hojas de tabaco. La ruta hacia aquél estado, tanto de ida como de regreso, pasaba por Santa Cruz (hoy Juventino Rosas). De ahí la otra versión en la que se narra esta aventura, pero ubicando el tesoro en la barranca de un cerro ya cercano a Salamanca, donde el salmantino Andrés Delgado, El Giro (1792-1819) ocultaba el producto de sus asaltos a las conductas que iban de Guanajuato a la Ciudad de México, en aquellos aciagos días en que él, con Albino García y el padre Garcilita, eran ya famosos jefes guerrilleros en lucha por la causa de la Independencia de México. Delgado de A".

Ya en Salamanca, don Patricio pagó como nunca a sus trabajadores, los hizo ricos y él continuó realizando negocios en los que siempre favorecía a los más desprotegidos, creando aquí y allá asociaciones de apoyo a las comunidades e iglesias. Fue así que súbitamente los Valencia de Salamanca adquirieron haciendas, campos, fincas, ranchos, pueblos enteros y redoblaron su fama de filántropos, no sólo allí, sino aun en Celaya, Irapuato, Salvatierra, Acámbaro, Santa Cruz y tantas poblaciones más donde se hacían de posesiones. En Salamanca instalaron unos telares y vieron que aquél era buen negocio. De todas partes venían a visitarlos, sobre todo los clérigos, porque sabían que allí hallarían apoyo y recursos para alguna obra pía. Nacieron, así, sus fábricas de loza fina, textiles de variados géneros, haciendas ganaderas y agrícolas, tiendas y muchos comercios más.

DON EUSEBIO GONZÁLEZ LÓPEZ

Por esos tiempos llegó de España un apuesto joven de nombre Eusebio González López, natural de Iturria (Agüera de Iturriatz), del país vasco, a trabajar en la tienda principal de don Patricio, que seguía expendiendo tabaco, traído ahora por otros distribuidores. El muchacho conocía sobre cuentas y números, por lo que don Patricio no dudó en emplearlo. La gente murmuraba que aquél era hijo de él ¡qué casualidad que se parecían en lo güero, menos en el modo de tratar a las personas! Era lo que algunos suponían, nada más que al percatarse de la agria manera de dirigirse a los demás y ver cómo aquel mozo procuraba la amistad de Emeteria, se convencieron de que el asunto iba por otro lado. Y es que Eusebio se había enamorado locamente de la señorita Eme, como hipocorísticamente le llamaban a la hija mayor de don Patricio. Al grado que, sin ser rico y no tener a nadie que abogara por él, deseaba casarse con ella y traerla a vivir a Celaya, donde conocía a unos porquerizos de su tierra. Bueno, en otros puntos de la sociedad también se comentaban las reales intenciones del mancebo, pues él bastante guapo y ella algo feíta, hacían una pareja que por lo dispareja llamaba la atención, dando motivos para el dicho soez y la expresión sarcástica:

-Si no hubiera malos gustos, ¡pobrecitas de las feas! –largaban por ahí.

-En su tierra, tenía sueños de monarca en lecho de pordiosero.

-De que el año viene bueno hasta los pastores ubran…

Aventuraban otros.

En los umbrales, la calle, la plaza, la parroquia, bebiendo, caminando, blasfemando, doblándose bajo el sol eterno de los surcos, todo el mundo hablaba de él. Fue precisamente su amigo Felipe Galatois, tintorero de la fábrica de textiles Zempoala, de Celaya, quien le prestó dinero y ropa buena para pedir la mano de Emeteria. Y el matrimonio se efectuó. A don Patricio le caía demasiado bien aquel muchacho y lo veía como un excelente partido para su hija. Por eso, apenas se casaron, les dejó varias de sus empresas allí en Salamanca y aun les aconsejó que expandieran sus negocios hasta Celaya, pero ellos no le hicieron caso sino hasta que éste murió, ya viudo de doña Guadalupe, y entonces sí, al pasar toda la fortuna a manos de Eusebio, éste compró molinos de trigo, teatros, almacenes comerciales, líneas de tranvías y muchas otras cosas. Doña Emeteria se dedicaba a hacer obras de caridad entre los niños pobres, fundó escuelas, cofradías, hospitales, y por sus generosas donaciones fue que se construyó gran parte del templo del Señor del Hospital, en Salamanca, todo gracias al escalofriante paso de la Barranca de Metlac y a tantos “espíritus malignos”, salidos del averno. En 1852 se mudaron a Celaya, desde donde controlaron el lato imperio de sus inversiones y finanzas, y aun adquirieron el Molino de Soria con todo y tierras labrantías, casas grandes, carros, animales, gente, todo. Desde el lugar de su residencia, ubicada en el portal poniente de la Plaza Mayor, hoy portal Corregidora (donde posteriormente hubo una tienda denominada El Cerrojo) eran los amos y señores de prácticamente todo Celaya y la región, hasta Salvatierra, donde don Patricio Valencia, siguiendo el impulso de Lucas Alamán, había fundado la fábrica de hilados y tejidos a la que bautizó como La Perla y Eusebio rebautizó con el nombre de la Reforma. Oh la fortuna.

Don Eusebio González López era tan rico, que, por supuesto apoyaba al emperador y denostaba de la presidencia de Benito Juárez. En el Bajío era quizá la persona de más poder económico, déspota y cruel con las peonadas, prestamista de la mitra eclesiástica lo mismo que del gobierno estatal y federal, cuando se ofrecía o convenía a sus intereses. Para muestra, basta un botón: don Luis de Velasco y Mendoza, en el tomo 3 de su Historia de la Ciudad de Celaya, así lo narra:

“En su lugar quedó Don Guillermo Prieto, y éste (durante el gobierno de José María Iglesias, quien fue presidente de la república entre 1876 y1877) no permaneció ocioso, pues sobre el préstamo de $80,000.00 que antes se había ya agenciado en Guanajuato, consiguió en Celaya un aumento de $10,000.00, que fue suscrito por Don Eusebio González y algunos otros vecinos pudientes de la ciudad”.

DON EUSEBIO GONZÁLEZ MARTÍNEZ

Sin embargo no todo era felicidad: Emeteria y Eusebio nunca pudieron concebir un hijo propio. Se decía que él… Se murmuraba que ella… En fin… La lengua es un músculo inútil si no lo mueve el alma a decir lo que la verdad tiene por suyo…Consultaron doctores de campo, obispos, arzobispos, médicos, santos patrones. Nada. Por lo que se decidieron a adoptar. Y fue así que llegó a su mundo Eusebio González Martínez, un risueño joven español, de Turcios, Vizcaya, quien era sobrino de don Eusebio González López. El muchacho, veinteañero y farfantón, fue recibido como un verdadero hijo por aquél matrimonio que en todo el estado gozaba de excelente fama: ella, por su generosidad en toda clase de asuntos; él, por la autoridad que ejercía al fulgor de los metales acumulados gracias a la intrepidez y buena suerte del recordado don Patricio. Precisamente fueron estas virtudes las que llevaron al matrimonio González Valencia a enfrentar decididamente el decreto del presidente de la república, Sebastián Lerdo de Tejada (1872-1876), quien, a cambio de fuertes sumas de dinero, le había concedido a los protestantes norteamericanos los templos de Celaya: El Carmen, la Tercera Orden y San Agustín. Los gringos, encabezados por el pastor Sam Graver, llegaron hambrientos de tomar posesión de estas iglesias, sólo que no contaban con la enérgica protesta de la población mayoritariamente católica, ni con la riqueza de los González Valencia, quienes de inmediato negociaron con los extranjeros para que por sumas superiores a las que éstos le habían entregado al Presidente Lerdo, cedieran otra vez los edificios. Y de esta manera, doña Emeteria “compró” la Tercera Orden, Antonia, su hermana, San Agustín y el potentado capitalista ibero el del Carmen. Claro, aprovechó para -al más puro estilo de los antiguos gachupines- quedarse con todos los terrenos pertenecientes a la huerta del convento, los que convirtió en casas para sus negocios particulares y cuadras para su animales, aunque destinando un predio especial para que allí se instalara el mercado público, que venía funcionando en la Plaza Mayor o jardín principal, y al que, una vez inaugurado, la gente bautizó como “El Parián”, tal lo apunta atinadamente don Luis Velasco y Mendoza en la obra citada:

“Era, en esos días, Jefe Político Don José María Marañón, activo funcionario que demostraba en todas formas el interés que tenía por ver resurgir a la ciudad. Para conseguirlo, procuró atraerse la cooperación de todas las clases sociales; y en esa forma pronto estuvieron remediados en gran parte los destrozos de los edificios, reparados los templos y limpias las calles y plazas, a las que también trató de mejorar el Sr. Marañón; pues por disposición suya y secundado por el Ayuntamiento, se trasladaron los puestos del mercado que desde tiempo inmemorial existía en la "Plaza Principal o de la Constitución", para hacer en su lugar un bello jardín; instalándose entonces las vendimias a un lado del ex convento del Carmen, en lo que había sido un patio interior del mismo, que quedó libre al practicarse por allí la apertura de una calle, a la que posteriormente se llamó de "Tresguerras". Con el transcurso del tiempo se acondicionó debidamente este mercado, al que el vulgo designó con el nombre de "el Parián", construyéndose, en el sitio que ocupaba, una especie de pérgola circular con pilares de cantería que, aunque modesta, imitaba en su estilo al de la hermosa columnata que adorna la plaza de San Pedro en Roma. En su parte central, rematando el cornisamiento, se alzaba un medallón con una inscripción en la que se mencionaba la fecha en que tal mejora se inauguró: 5 de Mayo de 1874; el nombre del Jefe Político que ordenó su construcción: Corl. Don Florencio Soria (cinco años después de que Marañón moviera los puestos del jardín principal hacia un patio anexo al convento del Carmen) el Importe total de la obra; que permaneció en pie hasta 1906, año en que el mercado fue trasladado al moderno edificio que en la actualidad ocupa”.

A este Jefe Político: coronel don Florencio Soria, quien, con mucha eficiencia ejerció este cargo entre 1867 y1873, le correspondió enfrentar la impetuosa venida de los protestantes. Era párroco de Celaya don Francisco María Góngora, el cual, asumiendo el papel de conciliador entre las dos religiones, cometió un grave error al intervenir a favor de las huestes del predicador Samuel Graver a quien por poco despellejan vivo al pie de la Columna de la Independencia, que entonces se encontraba frente a la antigua Casa de Cabildos, logrando que -pese a que a los gringos ya se les había regresado triplicado su dinero- se les dejaran tres anexos del convento de San Agustín: una sala grande, por el lado de la calle hoy llamada de Allende, y dos salones más: uno en la esquina que forman el Bulevar Adolfo López Mateos con Ignacio Allende y otro cerca de la actualmente llamada “Casa del Cronista”, en el mismo Bulevar. Desde 1873 hasta la fecha, esos espacios siguen ocupados por una iglesia no católica y comercios particulares, gracias a Sebastián Lerdo de Tejada, pero más al virtuoso cura Francisco María Góngora, que regaló lo que no le pertenecía al clero secular, sino a la Orden de San Agustín, flama eminente del clero regular.

En fin, aparte del molino de harina de Soria, que llevaba este nombre por el coronel Florencio Soria, porque él lo había adquirido junto con el caserío y las tierras desde 1857, don Eusebio se dio a la tarea de probar mejor suerte en la industria textil, al comprar toda la maquinaria inglesa que el historiador e industrial guanajuatense Lucas Alamán (1792-1853) había instalado en su fábrica Zempeola, de Celaya. Con esta adquisición, don Eusebio inició en Soria una empresa a la que bautizó, primero, como “La Providencia”, y después como “Fábrica de San Fernando”, la cual, andando el tiempo, se convertiría en un emporio textilero nacional, con ferrocarril y luz eléctrica propia, allí al pie de la colina del cerro de La Cruz, vecino del entonces hermoso río Laja y del molino de harina que también ya era suyo, tal cual lo dicen las estrofas de una canción o corrido famoso en aquellos tiempos:

Fábrica de San Fernando

de don Eusebio González,

no seas ingrata conmigo,

no cierres tus capitales.

Ay fábrica que amaneces

en medio de nuestros males,

cuánto dinero le has dado

a don Eusebio González.

Ay fábrica donde rifa

la ley de las amarguras:

jornadas de quince y veinte

son nuestras horas oscuras.

De Acámbaro a San Miguel

el aire tu fama riega,

la saben en Irapuato

y aquí en San Juan de la Vega.

Decían los de Chamacuero:

vámonos para el Molino,

vámonos a los telares

a trabajar paño fino.

Y los pobres de Celaya

que hasta acá venían, cansados:

ya se ve la casa grande

y ese molino afamado.

Las muchachas de las mesas

se asomaban al balcón

por ver a los tejedores

trabajando en su salón.

Adiós Molino de Soria,

¿por qué eres tan engreídor?

¿Será por los garitones

que tienes en derredor?

Entre otras miles de referencias alusivas a la organización capitalista del señor González, quien también influyó en el tendido de vías hasta su hacienda para enviar a todo México y los Estados Unidos la harina de su molino y las telas de su fábrica, aparte de los sencillos versos del corrido, hay cartas, notas, facturas y partes administrativos, de los cuales conocemos el siguiente, tomado de la monografía Soria, publicada en 1956, en edición de autor, por el presbítero José Zavala Paz, párroco de aquel lugar:

Soria, febrero 18 de 1878

Sr. D. Eusebio González

Celaya, Gto.

Muy señor mío:

Adjunto a Ud. Estado No. 7 y sus comprobantes con la factura de la semana que se servirá Ud. mandarlos examinar. También va la nota No. 1 de algodones recibidos y remitidos a Salvatierra hasta el 10 de enero próximo pasado. Si necesita continuación de esa nota puede avisarme para remitírsela.

Tres carros vinieron ayer y en ellos 10 parrillas para el vapor cuyo peso no me avisa Ud. Y como no hay trigo disponible se ocupan en traer piedra.

La existencia de cordoncillo es toda de azul, blanco no hay nada.

Suyo de Ud. Afmo. Y S. S.

DEL ESPLENDOR A LA MUERTE

A casi once años de la muerte del guerrillero Valentín Mancera, ocurrida en un barrio de Celaya, en 1882, por conspirar contra las injusticias y los abusos de los ricos, don Eusebio viajó a la ciudad de México a tratarse de una vieja enfermedad y entrevistarse con su amigo el Presidente don Porfirio Díaz, para intercambiar impresiones acerca del desarrollo del país, y, de paso, agradecerle una vez más la concesión que le otorgó -¡por cien años!- para que la fábrica de Soria generara su propia electricidad, trayendo esta energía desde Salvatierra, donde, aprovechando la fuerza del Salto, en el río Lerma, sus técnicos y asesores establecieron un dinamo para desde allí enviarla, atravesando los pueblos de Cacalote, Panales, Cañones y la ciudad de Celaya, pero sin darles ni una chispa de su corriente eléctrica. Pero la muerte lo sorprendió antes de hablar con Díaz, el 21 de enero de 1893, ya vencido por aquel extraño mal que le atacaba el pecho, cortándole la respiración y poniéndole de color morado desde la papada hasta los pómulos. Dice el historiador Luis Velasco y Mendoza, que ya para entonces le había entregado a doña Emeteria el capital (dos o tres veces multiplicado) que ésta poseía antes de su matrimonio, es decir la fortuna de la Barranca de Metlac, agregándole una considerable suma extra para que aquélla continuara en sus donativos y obras pías. A su fallecimiento, el resto de la inmensa fortuna lo heredó Eusebio González Martínez. Y por su parte, doña Emeteria, tras haber sido confesada y recibir la Eucaristía de manos de un religioso franciscano, falleció en su enorme casa de Celaya, el 25 de octubre de 1893.

Respecto al sobrino, se sabe que vivió hasta los años treinta del siglo XX, pues se tienen noticias de su participación en varias obras sociales y políticas, aprovechando la envidiable posición en que quedó. Narra don Luis Velasco y Mendoza uno de estos episodios, ilustrativo para todo aquél que desee conocer cómo era la sociedad celayense de aquellos tiempos:

“La prensa se ocupó de publicar la reseña del viaje triunfal que venía efectuando el Jefe supremo de la revolución, y los grandiosos cuanto efusivos recibimientos que se le hacían en todas las poblaciones que tocaba en su trayecto hacia la capital de la República. Con esto, muy a tiempo se tuvo conocimiento en Celaya, que el día 5 de Junio llegaría el tren maderista a la ciudad de Silao, donde le iban a presentar sus respetos y saludos las autoridades de Guanajuato; así que desde luego, con la ingerencia del Jefe político y del H. Ayuntamiento, se aprestó una comisión de celayenses, en la que figuraban prominentes hombres de negocios encabezados por el millonario Don Eusebio González, sobrino que fue de aquel filántropo fallecido desde el año de 1893 que llevó su mismo nombre, para ir hasta Silao a encontrar allí al Sr. Madero; y también para que le hicieran una invitación con el fin de que se detuviera en Celaya y le hiciera una visita a la población, antes de proseguir su viaje hacia la ciudad de México”.

Más no se sabe de este español; sin embargo, a fines de la década de los veinte, todavía se le halla involucrado con el movimiento cristero en la región. Pero no más. Hay quien afirma que durante el gobierno socialista del General Cárdenas se embarcó en Veracruz con destino a España, adonde trasladó una buena parte de su fortuna para construir dos escuelas y una catedral. Sin embargo, el pueblo, que todo lo cree y todo lo sabe, está seguro que don Eusebio González Martínez es ese espectro que todavía, en noches de mucho viento y golpes de llovizna, suele mirarse a todo galope por el puente que comunica el pueblo de Soria con el de Empalme Escobedo (llamado anteriormente Estación de González en honor de su querido tío), gritando, carcajeándose y cantando espeluznantemente:

Comprar fuego, vender lumbre,

ganar mucho, pagar mal,

es una vieja costumbre

del sistema colonial.

La tierra le haya sido leve.

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