Fray Andrés de San Miguel, arquitecto de la Nueva España
Por Eduardo Báez Macías
Su nombre completo fue Andrés de Segura de la Alcuña, y el lugar de su nacimiento Medina Sidonia, en tierra andaluza, en 1577.
De su infancia, sólo podemos inferir que transcurrió con mucha estrechez, en el seno de una familia compuesta de ocho hermanos, incluyéndolo a él, y de padres honrados pero pobres.
A la par que en inteligencia crecería en inquietudes, siempre bajo limitaciones de carácter económico, que terminaron por arrojarlo hacia la gran escapatoria de las aventuras allende el mar. Apenas a los quince años merodeaba por Sevilla, enlace entre el Viejo y el Nuevo Mundo, y al año siguiente zarpaba hacia la Nueva España, en la flota del año 1593.
Le tocó en suerte embarcar en la nave escogida para almiranta, la Santa María de la Merced, propiedad y orgullo de un rico espadero sevillano, que por ser acomodado y por haberla él mismo armado, la hizo muy bien enjaezada, y tanto, que la gallarda nave despertó la admiración y cariño del joven Andrés, que le dedica uno de los párrafos más bellos del manuscrito, como por ejemplo, cuando describe sus gallardete:
Eran tan largos los gallardetes, que cuando no había viento era menester
anudarlos, porque alcanzaba mucha parte de ellos a la mar.
Más de sesenta velas componían la flota, que durante la travesía sufrió percances y aventuras que con toda exactitud refiere en unos de los capítulos, arribando finalmente a San Juan de Ulúa, para hacer su comercio y recoger la plata que México remitía a la metrópoli.
En el mes de julio de 1594 emprendieron el regreso a la península, y en la misma nao que lo había traído reembarcaba Andrés, quien por lo visto aún no se decidía a quedarse en la colonia.
Hicieron la primera escala en La Habana, en la que invernaron hasta el mes de marzo del año siguiente, izando las velas hacia la península con una remesa de veintidós millones en plata. Iba de comandante don Francisco de Coloma, que ordenó partir de la isla en forma apresurada, porque la estación propicia para internarse en el peligroso canal de las Bahamas, paso obligado para todas las armadas, estaba por concluir. El suspicaz Andrés atribuyó el apresuramiento de la partida a maniobras urdidas por el almirante, para especular con la venta de las licencias de navegación, con tan funestas consecuencias que la flota no pudo alcanzar a buen tiempo el canal, y apenas comenzaba a navegarlo cuando fue sorprendida por una violenta tempestad.
Una de las primeras victimas fue la Santa María de la Merced, que desde el primer embate perdió el timón y el trinquete, flotando a la deriva y a merced de los golpes de mar que le abrían los costados. En vano, el artillero disparó varias piezas demandando auxilio, que las otras embarcaciones no quisieron o no pudieron darle, ya que ellas luchaban a su vez por su propia salvación.
Condenada a zozobrar, la tripulación no tenía otro camino que abandonar la nave, lo que algunos hicieron en forma malévola y ruin, robando la chalupa de a bordo y llevándose con ellos el carpintero y las herramientas, privando a los restantes de toda esperanza de salvarse, si algunos de mayor temple no hubieran emprendido en circunstancias adversas la construcción de una segunda chalupa, siendo precisamente Andrés quien le dio principio, a pesar de ser un adolescente; aunque al terminarla, después de muchos trabajos, confiesa él mismo que, más que chalupa, merecía el nombre de caja. Treinta hombres entraron en ella, abandonando la desventurada capitana, que en el mar encontró sepultura.
Doce días velejaron agobiados por el hambre, por el temor a los tiburones que merodeaban voraces y por la agotadora sed, tan despiadada, que cuando no tenían lluvia necesitan beber sus propios orines.
El cronista fray Manuel de San Jerónimo, escribe que se debió a este peligroso trance que el autor hiciera votos de ingresar a la Orden Reformada del Monte Carmelo, si se salvaba del peligro, aunque el mismo fray Andrés no menciona, en ningún párrafo la relación del viaje, ni en parte alguna del manuscrito, haber prestado semejante juramento.
Lo cierto es que los náufragos, pasados veintidós días de navegar en la maltrecha chalupa, avistaron la playa limpia y mansa de la Florida, encontrando varios pueblos de naturales sujetos al cacique del reino de Asao, lugar localizable entre los estados de Florida y Georgia. Poco tiempo después fueron recogidos por un bergantín, que para su rescate había mandado el gobernador de la Florida, don Martín de Avendaño, conduciéndolos hasta la ciudad de San Agustín, plaza clave del dominio español, en donde permanecieron treinta días aguardando la primera oportunidad para reembarcarse.
Llegado el momento de abandonar el inhóspito territorio, más conveniente al conquistador y al evangelizador que al hombre de estudios que era Andrés, embarcó con sus compañeros de infortunio en una fragata que los conduciría hasta La Habana, sin que con esto cesaran sus desventuras, ya que el navío fue asaltado por el inglés Francisco Rangel, quien bondadosamente se limitó a despojarlos de algunos bienes, antes de dejarlos en libertad de continuar con rumbo a La Habana, donde arribaron el 29 de junio, día de San Pedro y San Pablo, "tocando las avemarías".
Estaba en el puerto don Luis Fajardo, esperando conducir la flota a España, pero según parece muy escaso de gente, porque entre los alistados, casi por fuerza, se embarca una vez más Andrés, que en esa forma y después de tantas vicisitudes retornaba a la península.
Todavía relata haberse encontrado a bordo de la flota anclada en Cádiz, en el año de 1596, cuando sobrevino el asalto que sobre el puerto dieron los ingleses, y que culminó con el saqueo de la ciudad y la destrucción de muchos de los navíos que en sus correrías había conocido.
Hasta aquí alcanzan las noticias biográficas de que disponemos, antes de su ingreso en la religión, porque con ellas termina la relación de su viaje, que ha sido la fuente principal para la reconstrucción de su vida secular.
Cuatro años después, el 24 de septiembre de 1600, ingresó a la Orden de Carmelitas Descalzos, tomando el hábito en el convento de la ciudad de México. Recibió la profesión del vicario, fray Pedro de San Hilarión, el 29 de septiembre de 1601.
A la vida azarosa sucedieron los años de quietud dentro del claustro; a las pintorescas
aventuras marinas la frugalidad y la disciplina de la vida monástica, y al espacioso mar el recogimiento dentro de la celda. ¿Cómo se verificó este cambio tan determinante para la vida del inquieto Andrés de Segura?
Ya he citado la versión de fray Manuel de San Jerónimo, de que el ingreso en la religión lo hizo para cumplir la palabra empeñada en el momento de mayor peligro, cuando naufragaba en el canal de las Bahamas. Pero ya he señalado, asimismo, que existe la circunstancia de que fray Andrés, en ninguna parte del manuscrito, hace referencia a dicha promesa, que consecuentemente debe tomarse con duda.
Sin desconocer, desde luego, cierta inclinación de su espíritu hacia lo religioso, común a su época, me parece prudente hacer mención de otras raíces, menos devotas, que seguramente contribuyeron en su determinación de ingresar a una Orden mendicante: el claustro significaba, hacia 1600, los beneficios de una vida tranquila, y en muchas ocasiones cómoda, que sabemos de sobra fue el incentivo para que muchos se acogieran a la religión. Por otra parte, los conventos constituían importantes centros de cultura, y sus bibliotecas atesoraban no solamente libros de teología, sino también de ciencia y arte. Estas perspectivas, creo, determinaron al joven Andrés, pobre y carente de protectores poderosos, a tomar el hábito religioso, que le proporcionaba el acceso a toda suerte de estudios, ofreciéndole medios no fáciles de alcanzar en otras circunstancias.
Así inició su vida monacal, dejando su tiempo en las bibliotecas y en el cuidado material de los conventos, más inclinado a la literatura científica que a la religiosa, siguiendo siempre a Vitruvio y Alberti, con tanto entusiasmo y provecho que sus superiores, sin apreciar claramente su talento, pretendieron elevarlo hasta la ordenación sacerdotal, lo que él rehusó, prefiriendo conservar la categoría inferior de los legos. Este acto fue estimado por los biógrafos de fray Andrés como una demostración de humildad, porque los legos, respecto de los sacerdotes, eran tenidos en muy inferior jerarquía; pero a mi me parece que esa conformidad encubría, bajo la apariencia engañadora de la humildad, la verdadera vocación de Andrés: penetrar por el amplísimo campo de la arquitectura, con exclusión de cualquier otra actividad.
Su primera intervención como maestro de arquitectura data del año de 1606, al planear y dirigir el edificio para el Santo Desierto de Cuajimalpa, en que trabajó hasta el año de 1611, lo mismo trazando planos que asistiendo al levantamiento de muros y pilares. Fue durante estas labores que le ocurrió un accidente, que lo dejó lisiado para el resto de su vida, al caerle encima una pesada viga desprendida de la obra.
Por la misma época, hacia 1607, los carmelitas habían progresado bastante en la edificación del nuevo convento de San Sebastián, en la ciudad de México, pero el Definitorio no parecía muy conforme con la obra y la forma en que se había conducido, porque el hermano fray Andrés fue llamado a continuarla, haciéndole previamente minuciosas indicaciones.
Al principiar la segunda década del siglo, un acontecimiento vino a señalar el sendero por el que había de caminar la arquitectura carmelita, cuando menos durante algunos lustros: la Orden recibía sus nuevas constituciones, uno de cuyos capítulos prescribía las reglas con las dimensiones elementales que se habrían de guardar en los conventos, y como fray Andrés era encargado, pocos años más tarde, de la construcción del edificio para el Colegio de San Ángel, trasladó a sus planos las ordenanzas de las constituciones, con una sabiduría y una proporción tan bien concebidas, que dejó sentado en este monasterio el paradigma de los conventos carmelitas.
En los años siguientes, ninguna autoridad se aventuraría en obra arquitectónica alguna, sin haberlo consultado previamente con el lego arquitecto.
Hacia 1618, se inició la edificación del convento de Querétaro, obra suya también, según las crónicas, pero que muy poco aporta a nuestro estudio, por haberse perdido el original bajo posteriores reconstrucciones.
En 1629 se le ordenó emprender nuevas reparaciones, esta vez en Celaya y Valladolid, con muy poco intervalo entre una y otra.
En 1631, en plena madurez y en su completa capacidad de trabajo, se le empleó en la colosal tarea del desagüe de la capital, trabajando activamente en ello hasta 1642. Cabe suponer la redacción de sus manuscritos para esa misma década, pues los únicos que, por estar fechados, proporcionan alguna referencia, son lo informes sobre el desagüe, escritos entre 1631 y 1636, y una mención a fray Esteban de San José, en el folio 4v, de cuando fue general, que remite al mismo periodo.
En 1644 dejó los trabajos en el desagüe y se marcho a Salvatierra, para emplear los últimos años de su vida en una fecunda labor al servicio de la religión y del virreinato: la primera obra en ese lugar fue la construcción del monasterio de la Orden, cuya fundación tenían recientemente autorizada.
En 1646, durante la secuela de procedimiento judicial iniciado por la ciudad de Salvatierra contra el mayorazgo de López de Peralta, para precisar cuáles tierras del segundo quedaban comprendidas en la escritura de donación para fundar la ciudad, el Justicia Mayor, don Francisco Ceballos Bustamante, acudió a fray Andrés de San Miguel, para que hiciera la medición exacta de las tierras en litigio, en compañia del vecino Jerónimo Escamilla.
Y en 1650, siviendo con sus conocimientos al interés público, dirigió la construcción de un puente, financiado por la religión de los descalzos, para comunicar las dos orillas del río Lerma, falleciendo casi al tiempo de terminarlo, en 1652.
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