Recuerdo una conversación con el viejo don Migue, quien nos contó al Gato Silva y al doctor Prado, un poco de pasada bajo el portal de la Luz, casí en la equina de Juárez, la sabiduría que decía haber obtenido de criarse en conventos, pues contó que él era hijo de una Monja capuchina violada en Querétaro durante la revolución mexicana.
Nos relató que toda su vida se la había pasado entre religiosas, desde su infancia lo cuidaron monjas y en la juventud lo educaron sacerdotes, con quienes aprendió latín, pintura, florería y el oficio de sacristán. Por sus oportunidades de leer legajos viejos de los archivos coloniales que entonces existían en la biblioteca del convento del Carmen, allá en los años sesenta, nos aseguró que Salvatierra es una ciudad construida sobre otra urbe de oro que había sido edificada por el Marqués de Salvatierra, quien la sepultó con toneladas de tierra por un disgusto que tuvo con los frailes carmelitas quienes llegaron con muchas ambiciones de todo tipo.
La ciudad de oro enterrada bajo los cimientos de la actual, nos dijo don Migue, tiene grandes casas y calles amplias, cuyo secreto esta guardado en el libro Negro de los marqueses.
Y de esto bien pudo darle testimonio el Bachiller, pues él tenía el libro Negro en aquellos años, y nos dijo que el bien conocido y respetado Bachiller lo invitó a él y a don Domingo a seguir las claves escritas en el libro Negro para entrar a la ciudad subterránea hecha de oro. Recordó que según lo acordado fueron a la media noche por el rumbo de las ruinas del molino del mayorazgo, también conocido entonces como las Ardillas, y cerca de un carrizal, el Bachiller indicó que ahí estaba descrita la entrada a las calles subterráneas de la ciudad enterrada de los López de Peralta, donadores de las tierras para la fundación de la entonces llamada la muy noble y leal ciudad de San Andrés de Salvatierra.
Y de esto bien pudo darle testimonio el Bachiller, pues él tenía el libro Negro en aquellos años, y nos dijo que el bien conocido y respetado Bachiller lo invitó a él y a don Domingo a seguir las claves escritas en el libro Negro para entrar a la ciudad subterránea hecha de oro. Recordó que según lo acordado fueron a la media noche por el rumbo de las ruinas del molino del mayorazgo, también conocido entonces como las Ardillas, y cerca de un carrizal, el Bachiller indicó que ahí estaba descrita la entrada a las calles subterráneas de la ciudad enterrada de los López de Peralta, donadores de las tierras para la fundación de la entonces llamada la muy noble y leal ciudad de San Andrés de Salvatierra.
Con mirada enfática y queriendo encontrar algún asomo de burla en nosotros, nos afirmó que Salvatierra vive sobre una inmensa riqueza, bajo sus pies hay un gran tesoro de oro, pero llegar a desenterrarlo es cosa de pasar por encima de las almas de los fundadores de la ciudad.
No es fácil, nos dijo, pues el Bachiller, que era un sabio y estudioso ingeniero que vivía en la hermosa casona que fue de los condes de Salvatierra, que tenía en su custodia el libro Negro y que en las inmensas habitaciones de la casona de los marqueses leía con calma franciscana, con él fuimos, Domingo y yo dijo, dispuestos a meternos a la ciudad oculta bajo tierra, pero no pudimos por una situación que nos pasó. Fíjate, te voy a decir, él nos seleccionó a Domingo y a mí por nuestros conocimientos de sacristanes, porque deberíamos de luchar contra las fuerzas de las almas guardianas de la ciudad enterrada. Así que con novenas y devocionarios nos fuimos siguiendo al Bachiller por la calle antigua Real de Zavala, ahora Zaragoza, y cerca de la antigua casa del fisco virreinal, ahora Casa de la Cultura, nos paramos cautelosos bajo una bombilla de luz mercurial, yo ya con rosario en mano, nos repite don Migue, cuando el Bachiller sacó de la bolsa de su chamarra, entumecido por el frío de la noche invernal, la llave del portafolio donde llevaba el libro Negro, cuyas pastas eran de piel de cerdo y del tamaño de hojas oficio. Las páginas eran aún una combinación de tela y papel, como las fabricaban en 1600, con un color amarillento y una letra de estilo ilegible, sin comparación con la letra manuscrita de nosotros, pero yo sí la sabía leer por que me enseñaron los frailes carmelitas desde que era chámaco, así que vi cuando el Bachiller abrió la tapa de la portada y lo escuché leer los primeros renglones, y fue entonces que se apareció un remolino de niebla que se levantó atrás de donde leía parado, la niebla estuvo meciendo con ruido ensordecedor los carrizos del canal de las Ardillas.
Fíjate que con paso calmo salieron de la niebla un puñado de españoles vestidos con calzones de bombón y gorretes con plumas de quetzal adornadas, y mujeres con peinetas y vestidos de olanes igualitos a los que usan las manolas en la feria de la Candelaria.
No es fácil, nos dijo, pues el Bachiller, que era un sabio y estudioso ingeniero que vivía en la hermosa casona que fue de los condes de Salvatierra, que tenía en su custodia el libro Negro y que en las inmensas habitaciones de la casona de los marqueses leía con calma franciscana, con él fuimos, Domingo y yo dijo, dispuestos a meternos a la ciudad oculta bajo tierra, pero no pudimos por una situación que nos pasó. Fíjate, te voy a decir, él nos seleccionó a Domingo y a mí por nuestros conocimientos de sacristanes, porque deberíamos de luchar contra las fuerzas de las almas guardianas de la ciudad enterrada. Así que con novenas y devocionarios nos fuimos siguiendo al Bachiller por la calle antigua Real de Zavala, ahora Zaragoza, y cerca de la antigua casa del fisco virreinal, ahora Casa de la Cultura, nos paramos cautelosos bajo una bombilla de luz mercurial, yo ya con rosario en mano, nos repite don Migue, cuando el Bachiller sacó de la bolsa de su chamarra, entumecido por el frío de la noche invernal, la llave del portafolio donde llevaba el libro Negro, cuyas pastas eran de piel de cerdo y del tamaño de hojas oficio. Las páginas eran aún una combinación de tela y papel, como las fabricaban en 1600, con un color amarillento y una letra de estilo ilegible, sin comparación con la letra manuscrita de nosotros, pero yo sí la sabía leer por que me enseñaron los frailes carmelitas desde que era chámaco, así que vi cuando el Bachiller abrió la tapa de la portada y lo escuché leer los primeros renglones, y fue entonces que se apareció un remolino de niebla que se levantó atrás de donde leía parado, la niebla estuvo meciendo con ruido ensordecedor los carrizos del canal de las Ardillas.
Fíjate que con paso calmo salieron de la niebla un puñado de españoles vestidos con calzones de bombón y gorretes con plumas de quetzal adornadas, y mujeres con peinetas y vestidos de olanes igualitos a los que usan las manolas en la feria de la Candelaria.
Nos dijo don Migue que estaba segurísimo que se trataba de las cuarenta primeras familias que llegaron a vivir en la ciudad de los descendientes de Jerónimo López de Peralta, -un conquistador llegado a la Nueva España con Hernán Cortés,- y que sólo encontraron cerritos y canales pues las casas y avenidas ya las había sepultado sobre un mar de tierra fértil, don Gabriel López de Peralta, poseedor del segundo mayorazgo creado por Jerónimo el viejo, tesorero de Hernán Cortés, por un disgusto que tuvo con los carmelitas, quienes se estaban llevando la fama que él buscaba como edificador de una ciudad virreinal de oro y trigo.
Junto con los carmelitas que llegaron a levantar un convento monumental y un puente de tezontle, las familias españolas siguieron buscando la puerta de entrada a las calles subterráneas de la ciudad de oro que sabían guardaba la fortuna del Tesorero de los conquistadores.
Así que don Migue nos dijo que fue a los fundadores a quienes vió de entre la niebla, detrás del Bachiller ávidos de escuchar el secreto que estaba leyendo del libro Negro, pero, se lamentó don Migue, que Domingo se espantara tanto que grito tan fuerte como pudo en el oído del Bachiller, ¡Chava, están detrás de ti, córrele!, y ni siquiera volteo a verlos, con el sólo soplo de una brisa de cañaveral sintió las miradas de las ánimas guardianas de los marqueses de Salvatierra en su espalda, la del cruel Jerónimo el viejo y de la resignada primera Marquesa de Salvatierra, que no querían dejarnos entrar a su ciudad secreta bajo tierra, y con las vibraciones egoístas de las ánimas de los soberbios españoles, el Bachiller sintió como se le detenía el corazón, un infarto fulminante lo desvaneció, pero no fue fatal.
Nos aseguró que así se lo platico el Bachiller meses después, cuando se recuperó, y nos dijo don Migue, que él, el Bachiller, ya había decidido deshacerse del libro para que sus hijos no cayeran en esas redes del purgatorio, por lo que días después le regaló el libro Negro a su sobrino Nacho Ortiz, porque le aseguró que se lo entregaría a los carmelitas, archienemigos de los marqueses de Salvatierra, y supe por mi gran amigo, el padre Joaquín, siguió contando don Migue, que el carmelita Principal lo depositó en un lugar que nunca pude encontrar dentro de la biblioteca del Convento Carmelita de Salvatierra.
Ya para esta parte de la plática de don Migue estábamos sentados en las mesas de la nevería Susana, entre risas le dijimos a don Migue que las paletas de limón se le habían aguado lentamente al compás de su narración, y en la bolsita de hule ya el palito de las paletas flotaba entre agua de limón, por lo que el Gato Silva le compró otras cuatro paletas de limón y le regaló veinte pesos, y todos muy risueños despedimos a don Migue, que se alejó con su paso ya de viejo nonagenario que vivía de la caridad, solo en un cuartucho prestado, pero convencido de que la riqueza estaba bajo sus pies.
Nos aseguró que así se lo platico el Bachiller meses después, cuando se recuperó, y nos dijo don Migue, que él, el Bachiller, ya había decidido deshacerse del libro para que sus hijos no cayeran en esas redes del purgatorio, por lo que días después le regaló el libro Negro a su sobrino Nacho Ortiz, porque le aseguró que se lo entregaría a los carmelitas, archienemigos de los marqueses de Salvatierra, y supe por mi gran amigo, el padre Joaquín, siguió contando don Migue, que el carmelita Principal lo depositó en un lugar que nunca pude encontrar dentro de la biblioteca del Convento Carmelita de Salvatierra.
Ya para esta parte de la plática de don Migue estábamos sentados en las mesas de la nevería Susana, entre risas le dijimos a don Migue que las paletas de limón se le habían aguado lentamente al compás de su narración, y en la bolsita de hule ya el palito de las paletas flotaba entre agua de limón, por lo que el Gato Silva le compró otras cuatro paletas de limón y le regaló veinte pesos, y todos muy risueños despedimos a don Migue, que se alejó con su paso ya de viejo nonagenario que vivía de la caridad, solo en un cuartucho prestado, pero convencido de que la riqueza estaba bajo sus pies.
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