Poema de Federico Escobedotranscripción Pascual Zárate A. |
De Sforzia Luis por la sombra
tutelar favorecido,
vive en Milán el artista
que todos llaman "divino".
¡Es... de Vinci Leonardo,
gloria y pasmo de su siglo,
y astro del Renacimiento,
que dá a Italia lustre y brillo!
¡Cuán despejada su frente!
¡Sus ojos cuán expresivos!
Estos y aquellos delatan
de luz genial claros signos.
Y fue un genio Leonardo,
un genio que, en los abismos
de lo real sumergiendo
la mirada, tuvo atisbos
tan claros; que de los hombres
pudo hacer retratos vivos,
y sacar exactas copias
y perfectos parecidos,
que causasen la impresión
de ver los modelos mismos.
Pintó así de la Gioconda,
con verdad y arte exquisito,
la enigmática sonrisa
y el semblante peregrino;
y, sobre todo,... las manos
que --en verdad-- son un prodigio
de gracia y de perfección,
que tal vez ni Apeles mismo
dibujara otras iguales,
ni Angel Miguel, ni el de Urbino.
Manos tan finas y pulcaras,
y de matiz tan virgíneo,
que parecen dibujadas
con los pétalos de un lirio;
o hechas de copos de nieve,
o finas pieles de armiño.
El mismo procedimiento
siguiendo y el mismo estilo
de sacar de las humanas
figuras modelos vivos;
a camaradas alegres
reunió en amable corrillo
con el fin de que, al reírse,
pudiera él con expresivo
pincel trasladar al lienzo
el resonante caquino,
que de boca del concurso
saliese en rápido giro.
Otras veces, largo tiempo
el rostro viendo de un niño,
para copiar su pureza
le miraba de hito en hito,
hasta lograr que su aspecto
quedase en su ánimo fijo.
Por eso, de sus retratos
era admirable el hechizo,
pues que en ellos relucía
tal perfección y verismo;
que daba a cada figura
su natural colorido;
ora en la frente poniendo
la paz de un lago tranquilo;
ora azulando los ojos
con limpia luz de zafiro;
ya las mejillas quemando
de sil con intenso brillo;
o colocando en la boca
menuda perenne nido
de encantos y de primores
tales; que --habiéndola visto--
todos, al punto, clamasen:
"Este --sin duda-- es el sitio
propio en que moran las Gracias,
y, tal vez, el Paraíso!..."
Fue así como el gran pintor
pudo --bajando al abismo
de las almas-- retratar,
con pincel harto expresivo,
del corazón las pasiones
que, tras combate reñido,
se reflejan en el rostro
que, sin disfraces ni viso
encubridor, se presenta
ya radiante por el ígneo
soplo del amor, que ufano
le hiere con dardo fino;
o, bien, cubierto de sombras
y lobregueces de limbo,
cuando funerario manto
tiende sobre él negro olvido.
Rostro, en suma, multiforme,
que emulando falso mito,
presenta varias figuras,
formas y aspectos distintos;
expresando amores y odios,
tristezas y regocijos,
consuelos de la esperanza,
y de la duda martirios;
y las sempiternas luchas
de antagónicos partidos
que, al fin, escalan los cielos,
o ruedan a los abismos!...
Del arte, pues, Leonardo
con los prodigiosos hilos
que le dió Naturaleza,
más delicados y finos
que los que un tiempo a Tese,
diera Ariadna; al laberinto
del humano corazón
pudo entrar; y en él ya fijo,
arrancarle sus secretos
le fue fácil, y en el libro
de sus arcanos leer
su infausto o próspero sino.
Tamaña conquista sólo
pudo hacerla el elegido
por Dios, para que pintase
cuadros que perpetuo brillo
le diesen, y le llamasen
por ellos: "pintor divino"!...
Y de tal acreditóse,
y de mantenerse digno
de tal nombre Leonardo;
cuando con empeño asiduo
(en que puso toda el alma,
y el corazón encendido)
dibujó en el refectorio
de los frailes dominicos
de Milán el estupendo
cuadro, en que aparece Cristo
la antigua cena cambiando
por el banquete eucarístico;
en que, trocado en manjar,
nos dá su Cuerpo; y, al mismo
tiempo, su sangre preciosa
convertida en dulce vino;
dejándonos de su amor
un recuerdo siempre vivo
que el almo Sacramento
que, por El instituido
fue, para que nos sirviese
de viático en el camino,
de antorcha en la noche oscura,
de consuelo en el exilio,
y de escudo formidable
contra el poder enemigo;
quedándose con nosotros
en el Sagrario cautivo,
hasta que ya el universo
--de tanto girar rendido--
sin apoyo ni sostén,
y falto ya de equilibrio;
ruede en pedazos deshecho
hasta el fondo del abismo!
Cuadro sublime --en verdad--
éste, en que aprarecen Cristo
como Pastor que congrega,
lleno de amor infinito,
de Sí en torno, a los amados
corderuelos de su aprisco,
para darles de comer
no el maná del tiempo antiguo,
que pronto de deshacía,
apenas gustado; sino
el Pan del cielo bajado.
Pan inmortal; y, asimismo,
de su salud en el cáliz
darles a beber el vino
que produce de la vid
el opulento racimo.
Los apóstoles en torno
de Jesús --su buen amigo--
se agrupan y le rodean
como renuevos de olivo,
no en los rostros expresando
rasgos de filial cariño,
sino más bien de ansiedad
grande anhelo muy vivo
de que el nombre les revele
del traidor que le ha vendido.
Tal escena Leonardo
pintó con rasgos precisos
y tan llenos de verdad,
que nos parece a los mismos
discípulos contemplar
teniendo los ojos fijos
en Jesús; y, cada cual,
con voz que suena a gemido,
preguntarle: "Soy, acaso,
yo el traidor, Maestro mío?..."
Pero de todo este grupo
tan feliz cuanto expresivo
(salva siempre la figura
divinal de Jesucristo)
lo que más nos impresiona
y nos deja sin sentido,
sumergiendo nuestras almas
en suavísimo deliquio,
es la imagen de san Juan:
el discípulo querido
que en el pecho de Jesús
la frente posa tranquilo,
como descansa en el gremio
de su madre tierno niño;
o, cual pájaro inocente
que se refugia en el nido,
para en él, acurrucado,
tener amparo y abrigo.
Mas si esta gallarda imagen
bañada en místico brillo
se presenta a nuestros ojos,
y nos roba --sin sentirlo--
la atención; es porque en ella
(con más amor y cariño,
y con más honda pasión)
trabajó su autor eximio,
logrando que fuese, al cabo
de rudo empeño y prolijo,
viva representación
del Apóstol favorito,
cuya hermosura ideal
y aspecto de ángel divino
pudo copiar, a la vista
teniendo un modelo vivo
de sublime sencillez,
que --a guisa de terso y limpio
cristal-- dejaba en el fondo
ver la inocencia de un niño.
De tan hermoso modelo
y ejemplar tan peregrino
narran añejas historias
un hecho que aquí sonsigno;
y que (caso de que fuera
falso); con todo, lo estimo
--por bello e interesante--
digno de ser conocido;
y, además, por ir ligado
al nombre del florentino
artista, que de suceso
tan raro fuera testigo.
Según fama, Leonardo
fiel al canon y principio
de inspiración en la Natura,
que es el numen más propicio
para escrutar de las almas
rl hondo y oscuro abismo,
y de las mismas poder
trazar un cuadro preciso
y ajustado a la verdad,
que --después con el auxilio
del Arte-- quede exonerado
con perlas de eterno brillo
que, si deslumbran los ojos
también levantan en vilo
a las almas; Leonardo
fiel (como ya queda dicho)
a tal canon, tiempo hacía
que andaba con gran ahínco
en los centros juveniles
de Milán buscando el tipo
perfecto y raro ejemplar
de un joven que, por sencillo,
inocente y agraciado,
tradujera exacto y vivo
el retrato ideal
del discípulo querido,
que él (de Vinci) ya llevaba
tiempo atrás en su alma fijo.
Tras de andar, pues, incansable
en uno y en otro sitio
buscando con gran afán
el modelo consabido;
y no encontrando entre tantos
mozos ninguno que digno
fuera de encarnar la imagen
del Apóstol favorito
de Jesús; cuando ya , a punto
estaba de tan prolijo
inquirir dejar la empresa
por inútil, y perdido
el tiempo en ella empleado
juzgaba; cuando melifluo,
que sale de humilde templo
y rasga el éter tranquilo,
impresiona a Leonardo
de tal suerte, que, al oírlo,
asoma el llanto a sus ojos;
y, al ver de dónde ha salido
canto tal, rápidamente
entra al templo y, con permiso,
del guardián, asciende al coro,
en donde queda embebido
mirando a un joven gallardo
(cuyo nombre es Ludovico)
que --de pie ante un facistol
en que abierto se ve un libro--
canta una antífona sacra
con acento tan divino
y con tan honda expresión;
que (saliendo de si mismo
fuera) exclama Leonardo:
"Quien canta así, me imagino
que si no es, merece ser
un ángel de Paraíso!"
Y, en verdad, que el que cantaba
así, por casto y sencillo
y hermoso, bien merecía
ser un ángel del Empíreo.
Y si le vieras orando,
(después de cantar), sumido
en éxtasis reverente,
a vista de un Crucifijo;
y doblegarse devoto
ante él, cual cándido lirio,
las manos juntas al pecho,
y el rostro todo encendido;
vueltos al cielo los ojos
azules como zafiros;
y ver triscar en su frente
como juguetones niños
de su cabello los bucles
dorados más que los trigos;
y, sobre todo, advirtiendo
que de él en torno los nimbos
fulgen de mística gloria.
con que Dios a sus amigos
suel coronar; sin duda
que, a vista de este expresivo
retrato, a coro diríais
todos: "¡Digno es Ludovico
por la hermosura del alma
que lleva en cuerpo exquisito,
representar la figura
del Apóstol, que de Cristo
se reclinó sobre el pecho
en el banquete eucarístico!"
Contando ya Leonardo
con el anhelado tipo
de belleza ideal,
que en su alma llevaba fijo;
y que, ahora, ante sus ojos
se presentaba ya vivo
y seductor; terminando
que hubo el devoto ejercicio
en que, cantando, tomara
parte activa Ludovico;
y cuando ya, de la iglesia
abandonando el recinto,
rumbo a su casa, marchaba
muy alegre; encontradizo
se hace con él Leonardo
y, sin ambages, "¡Ven, chico!
--le dice-- porque tratar
quiero un negocio contigo".
La invitación aceptando
desde luego, el jovencito
marcha a casa del pintor,
que muestra gran regocijo
por creer que hallazgo tal,
de ventura es buen inicio.
Y pensó bien Leonardo;
pues que --durante el camino--
logró con breves razones
arreglar con Ludovico,
que , en calidad de modelo,
quedase de él al servicio,
prometiéndole tratarle
como si fuera su hijo,
y colmarle de mercedes
y de regalos magníficos.
Y así, desde ese momento,
--conforme a lo convenido--
el joven ya no dejó
del pintor el domicilio,
en el que --por buena suerte--
halló de paz un asilo,
y una playa de refugio
en el piélago del siglo.
Del pintor en el taller
vedle ya sitial erguido
ocupando, y presentarse
cual modelo!...
Todo fijo
en él queda Leonardo:
contemplando embebido
uno por uno los rasgos
de aquel rostro peregrino
que, de frente o de perfil,
de cerca o de lejos, visto,
siempre agrada, por tener
no sé qué místico brillo,
que de corazones puros
es patrimonio exclusivo;
y, por el cual, con el ángel
tiene el hombre parecido,
siendo una prueba elocuente
de bondad y claro signo.
Así que, de éste modelo
tan gentil como expresivo,
pudo --al cabo-- Leonardo,
tras de atento y muy prolijo
estudio, sacar la imagen
del discípulo querido;
y modelarla con tanta
verdad y gusto tan fino;
que --a la postre-- resultase
más que copia, un cuadro vivo.
Y cuando ya del boceto
el trabajo concluído
estuvo; y, ya de doblones
se vió lleno Ludovico;
ganoso de libertad,
abandonó el domicilio
del pintor, en que contaba
con lecho, pan y vestido,
para lanzarse imprudente
a los vaivenes del siglo;
sin que parte a detenerle
fueran: ni el grande cariño
que de Vinci le tenía;
ni la gratitud; ni el mismo
interés, que tanto puede
y pesa en todos...
¡Del nido
se escapó en rápido vuelo
el incauto pajarillo,
que, en poco tiempo, olvidóse
de su bienhechor!...
Herido
quedó en su alma Leonardo
con esta fuga; el destino
lamentando del mancebo
que, a pesar del gran cariño
que le tuvo, mal pagó
su ternura.
Para alivio
y consuelo de la pena
que causóle el fugitivo
mozo, dióse a dibujar
con más empeño y ahinco
y gran tesón las restantes
figuras del cuadro eximio
que de pintar no acababa,
porque se dió con prolijo
afán a buscar --como antes
lo hiciera-- un modelo vivo
que copiase del Apóstol
traidor el odioso tipo
en forma tal, que lo hiciese
de oprobio perpetuo digno.
En la búsqueda enojosa
que se ha impuesto, ya han corrido
varios meses, sin que pueda
el pintor en ningún sitio
cara hallar que fiel traduzca
la de Judas repulsivo.
Y cuando, al fin, de encontrarla
ya se daba por vencido,
todo trabajo teniendo
por inútil; un foruito
encuentro de ocasión le brinda
de hallar lo que con tan vivo
afán buscaba.
A las puertas
de una taberna tendido
yace un hombre, abotagado
por los excesos del vino.
Tiene la faz descompuesta
y tinta en color amarillo;
alborotado el cabello,
y hecho trizas el vestido.
Arroja espuma la boca;
remata en agudo filo
la nariz; y están sus ojos
como si fueran de vidrio...
Tumbado el hombre, semeja
un cuadro perfecto y vivo
de los estragos que causa
en los mortales el vicio.
Y como en él Leonardo
tropezase; de improviso
despertándose el beodo
del letargo en que sumido
se encontraba; "¡Socorredme,
por favor!" --gritando dijo.
A tal súplica, expresada
con tan recio y hondo grito,
atendiendo Leonardo,
fue a prestar rápido auxilio
al cuitado; quien, al verle
cabe sí; --"Tan sólo os pido,
musitó, que en vuestra casa,
por favor, me deis asilo"...
"Lo tendrás"; --dijo el pintor.
Y... sin más ni más, consigo
se lo llevó hasta instalarlo
en su propio domicilio
que estaba --por buena suerte--
a la taberna vecino.
Y una vez que Leonardo
en su casa al huesped vido,
ajado todo el semblante,
y lanzar siniestro brillo
de sus ojos, que se hundían
en sombras de oscuro limbo;
"Este --dijo Leonardo--
el molde es, que necesito
para vaciar la figur
del que osó vender a Cristo".
Y así diciendo, al instante
le manda que ocupe el sitio
en que suelen los modelos
exhibirse.
Y cuando mísero
el huésped ya se presenta
en el sitial; hondo grito
de horror lanza Leonardo,
por haber reconocido
en la del nuevo modelo
la cara de Ludovico!...
Tras de una pausa angustiosa,
que se alargó más que un siglo,
por fin, le dice llorando
y viéndole de hito en hito;
"¿Cómo es que en tiempo tan corto
has bajado, Ludovico,
del alta cumbre del cielo
hasta el fondo del abismo?...
Ya el oro de tu inocencia
en lodo se ha convertido,
y en el jardín de tu alma
todo está seco y marchito!...
Ayer... hermoso fulgías
cual lucero matutino,
esparciendo en torno tuyo
rayos de plácido brillo...
Hoy, ¿ adónde tu fulgor...
a dónde --dime-- se ha ido?...
¡Hase del todo opacado!...
¡No eres ya... no eres el mismo!...
¡Ay!... del que yo conocí...
Quantum matutas ab illo!"...
Y, sin embargo, ¡oh, dolor!
Pena me causa decirlo:
Eres el mismo, en verdad,
el doble modelo mismo
que me inspiró la figura
amable del muy querido
Apóstol y, al par, la odiosa
tuya de pérfido amigo!...
¡Cuánta lástima me causas,
cuánta, en verdad!...
"Basta --dijo
en ronca voz el beodo--:
En vez de reproches, vino
darme debieras. y... como
no me lo das, con permiso
tuyo, de nuevo me voy a la taberna..."
Así dijo;
y, rápido, por la puerta
se deslizó!...
Sumergido
quedó el pintor en profunda
pena al ver de Ludovico
la protervia; y recordando
de Virgilio un hemistiquio
(que muy al caso venía)
se lo aplicó al fugitivo,
diciendo con gran dolor:
"¡Cuán otro eres, Ludovico,
de lo que fueras ayer!...
No el fin respondió al principio.
¡Entre Judas y San Juan
media un abismo infinito!...
De Juan la imagen borraste
con la de Judas inicuo.
En una pareces ángel,
y en otra, negro precito.
Y cuando trocado en monstruo
miren al ángel divino
todos dirán con espanto:
"Quantum mutatus ab illo!..."
Poema del libro de poemarios "Aromas de Leyenda" de Federico Escobedo Tinoco.
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