Un filósofo en Salvatierra
Por Pascual Zárate Avila
Era una mañana cálida cuando llegó a Salvatierra de la ciudad de México. La versión socialcristiana del nacionalismo estaba en auge, sus estudios de la teoría nacionalista del filósofo francés Maurras era escuchada con atención por un admirado grupo de cinco veinteañeros salvaterrenses, quienes sentían cómo su mundo aparecía claro y develado en su legado cultural citadino cuando hablaba él, un presuntuoso filósofo formado en la más prestigiosa universidad católica de Europa: Lovaina, Bélgica.
La década de los cuarentas del siglo XX traía nuevos aires del mundo industrial norteamericano. El filósofo J. les venía a proponer que ahora el nacionalismo ellos lo recuperarían tomando como base el mestizaje cultural, mediante el estudio exaltado de la lengua castellana, los símbolos sagrados de los templos católicos, las tradiciones indígenas paganas-religiosas, la historia civil local, su literatura, su música, su arquitectura, sus poetas, pero también, la flora, fauna, orografía e hidrología de Salvatierra. Había que estudiar e investigar lo local, lo específicamente propio de la ciudad, como una forma de nacionalismo duro, de agruparse para resolver los problemas del bien común y luchar por la libertad y salvación de México. Y todos eran de familias con modestos recursos.
El filósofo J. meditaba ¿cómo entusiasmarlos para adentrarlos en el movimiento nacionalista cristiano?, esperaba llegar a su casa paterna para pensarlo con serenidad. Una casona solariega que delataba su antiguo origen de clase social alta, hijo de un hacendado asesinado en la revolución, pero ahora era un intelectual de escasos recursos económicos. Pasaba de los cuarenta años, se afeitaba con precisión y vestía trajes oscuros de casimir, con el fin de lograr un mayor efecto visual a su energía de orador y polemista, que ya era legendaria en la ciudad de México.
La reunión vespertina estuvo concurrida en la nevería de la explanada del Carmen. Y empezó a explicar la propuesta empleando a la propia ciudad como forma pedagógica para la enseñanza de los valores nacionales cristianos.
Con verdadera emoción estaban alrededor del filósofo J. los que con el correr de los años adoptarían variadas formas de ganarse la vida: uno como fotógrafo, otro de maestro de primaria, aquel de dramaturgo, ese otro de comerciante y, el más apasionado, de cronista en sus años de jubilación.
Momentos antes el comentario del grupo en amena tertulia, era el recién formado Club de Leones Internacional, integrado con los profesionistas, profesores eméritos, jefes de las oficinas de gobierno, ricos comerciantes y empresarios de las imprentas de la ciudad. Su divisa era servir a los demás. Todos ellos de reconocida solvencia económica y moral.
"Es una verdad y repetida verdad, -empezó a disertar el filósofo J.- que en esta noble ciudad aprendimos de las órdenes religiosas de los Carmelitas Descalzos, de los Hermanos Menores franciscanos, de los Agustinos y de los Predicadores dominicos, órdenes mendicantes, de pobreza extrema y oración continua. De ellos aprendimos a tener horarios de rezo, de alimentos, de labores manuales, de reflexión, de investigación agrícola, de lectura y de ejercicios de caridad. Una vida ordenada basada en el desprendimiento en el trabajo. Cada fraile realizaba su labor poniendo al servicio de los demás sus dones personales a cambio de vivir en la comunidad religiosa con reglas de obediencia, celibato, oración y pobreza. Y es una verdad dicha repetidas veces, reiterada aquí mismo, que la ciudad levantó sus monumentales edificios conventuales, fertilizó el valle, abrió canales, crió ganados y diversifico cultivos en las huertas, especialmente la guayaba, basada en la pobreza de sus frailecillos. Entonces, la pobreza no es impedimento para servir a los demás de manera cristiana, intelectual, caritativa y económicamente."
El joven L. que sería cronista en su jubilación, sonrió con inteligencia, pues oir con atención al filósofo J, le acababa de resolver su duda sobre el servicio a los demás. Era cierto que los miembros del Club de Leones servían a la ciudad tomando encuenta su prosperidad económica y capacidad intelectual. Pero entre ellos, que de los cinco, no había uno que no dijera que apenas traía para pagar la limonada que tomaba a sorbos pequeños, plantear que trabajaría para servir a los demás desinteresadamente, se les aparecía como una idea desmedida. Pero no, ahí frente a ellos estaba el conjunto conventual del los Carmelitas Descalzos, una orden religiosa reformada por santa Teresa de Jesús, y que el estudio de la mística poética de san Juan de la Cruz ya tenía frutos en la poesía publicada por Federico Escobedo y José Luz Ojeda.
Y sin más reticencias habló el futuro cronista J.: " Entiendo bien lo que nos anima a imaginar nuestro docto paisano J. Si vemos los nombres de los grupos religiosos que son artífices de nuestra querida ciudad, vemos que refieren a la humildad: hermanos menores y carmelitas descalzos. Nosotros a imitación de ellos como nuestros maestros que han sido en la escuela primaria, y pobres como ellos en la persona de cada uno, creo que sí podemos hacer un Club de Servicio, pero le llamaremos de una manera humilde. Como todos los fundadores reunidos hoy, ninguno trae un peso completo, que estamos de zorras, sin dinero, propongo que le llamemos "Club Zorros", pero también por la astucia y también por la pobreza."
El filósofo J. río de buena gana, a carcajada batiente, y con palabras altisonantes felicitó al imberbe joven L. Y concluyó la junta sacando una reflexión, "el humanismo real, el verdadero, está en la ciudad rural, en aquella que tiene la misión de educar al rústico que la visita cuando vende su cosecha en las calles. Y ustedes son señalados y, a sí mismos se consideran obligados a ello, a educar en el trato sociable, pacífico y en las expresiones de palabras alentadoras y fraternas. Educar, domesticar, hacer afable el trato es la misión, el deber, el destino, la naturaleza del Club Zorros".
El entusiasmo no era menos entre los cinco jóvenes salvaterrenses, ahora sabían acertadamente su misión, y se sentían identificados con su origen citadino y misionero de sus antepasados novohispanos.
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