miércoles, 23 de julio de 2008

El campo es el espacio de la humanización, América lo posee

Rafael Landívar es hijo de la Ilustración. Si bien su infancia y parte de su adolescencia transcurrieron en el bienestar de la solariega casa paterna en la tranquila ciudad de Antigua, no es menos cierto que desde muy niño se benefició de los estudios clásicos y de los modestos anticipos renovadores de la filosofía del siglo XVIII. Este último aspecto será enriquecido con la experiencia mexi­cana del padre jesuita y luego finalmente por su contacto directo con las diferentes vertientes que se agitaban en el panorama filosófico europeo de la época. Nuestro autor tiende a una visión del mundo de carácter cientificista, propia de su momento, pero sin embargo o de alguna ma­nera, su profesión religiosa frenaba lo que en otros pensa­dores fue convirtiéndose en un antidogmatismo radical.
Para los hombres del dieciocho los valores naturales y fundamentales de la vida individual y social se centra­ban en el individualismo crítico, la libertad e igualdad de todos los hombres, la universalidad de las leyes, la tole­rancia y el derecho a la propiedad privada. En el aspecto científico, la naturaleza se convierte en un ente des­cifrable por el hombre, quien trata de eliminar con su ra­zón todo lo que hasta entonces se había considerado pro­digioso o incognoscible. Las leyes naturales constantes e inmutables son confirmadas científicamente a través de la experimentación, pero, al igual que la economía vigente entonces, se realiza una división tajante entre el conocer y el valorizar, actitudes propias de la conciencia humana. Por cierto, la conciencia individual como origen del pensa­miento y acción asienta sus raíces en el racionalismo y el empirismo.
Numerosas páginas del texto landivariano censuran la codicia de bienes materiales. Asimismo el poeta pro­fiere ásperas palabras contra el afán de lucro desmedido. Landívar rehusa lo que actualmente conocemos como eco­nomía de mercado que se sustenta a través del juego de la libre oferta y demanda, y que considera el éxito de la empresa con fin básico, dejando de lado lo que es propiamente una escala ética de valores humanos. Es una ac­tividad despersonalizada y hasta un cierto punto moral­mente neutra, pues se ignoran las convicciones morales o religiosas de las dos partes que establecen un contrato, las cuales supuestamente se encuentran en un plano exac­to de igualdad y libertad para beneficiarse mutuamente a través de la transacción comercial.
El poeta Landívar consideraba como irreversible la contaminación moral que las urbes inyectaban en sus ac­tividades comerciales, las cuales preponderaban sobre las artesanales, agrícolas o burocráticas. De allí su actitud valorativa exaltadora de lo rural y agrícola, en donde un abastecimiento sobrio provee las necesidades primor­diales físicas y espirituales del hombre. Nuestro autor se muestra contrario a una sociedad que tendia a marginar los valores ético-cristianos de generosidad y amor por los de un autoenrriquecimiento desmedido.
Landívar se acerca a la concepción económica de la escuela fisiócrata que consideraba a la tierra como el núcleo generador de la riqueza y a los agricultores como sus productores para las demás clases sociales: los in­dustriales y comerciantes, considerados en su totalidad como" estériles". Los fisiócratas se oponían a los seguido­res de la teoría mercantilista, quienes hacían depender la riqueza de la sociedad del comercio. Ellos, los fisiócratas, argumentaban la existencia de un orden natural y pro­pugnaban por el "laissez faire" es decir, eran contrarios a la intervención estatal, por lo que en esta doctrina en­contrará una de sus bases de apoyo los seguidores de la doctrina liberal que se concretiza en el siglo XIX.
Anotábamos anteriormente que para Rafael Landí­var la cuestión de la propiedad se basa en la propiedad de bienes de uso y no de cambio, los que se adquieren a tra­vés del trabajo individual. Adopta una visión de tipo mo­ral entre pobreza y riqueza, más que un enfoque estricta­mente y científicamente económico. (Lo cual, está demás repetir, no tenía la obligación de hacer a través de un poe­ma).

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