viernes, 25 de noviembre de 2011

Una novela textil de Salvatierra

El ulular del pitido de la fábrica llamando al cambio de turno en la madrugada lo escuchaba como un cuchillo cortante de mi ensueño nocturno en aquellos años mozos. Me pesaba levantarme entonces, y me dolía  el grito destemplado de mi hermano Antonio, mayor siete años a los diecisiete míos, diciendo "Vete a trabajar", ya faltan cinco  minutos para las seis de la mañana.
Ya me estaba pesando ir de nuevo a mi oficio de aprendiz de ayudante de electricidad en la fábrica textil "Carolina y Reforma",  CYRSA, distante de la casa a sólo una cuadra de camino, cuando escuché el murmullo de los obreros saliendo del turno de la noche y encaminarse al templo de las Capuchinas a dar gracias por terminar la jornada sin percances.  Los gritos de mi hermano Antonio dejaron de oírse, pero ahora pasó a las manos dando un soberano coscorrón a mi placida frente y jalando la cobija.
La motivación de ir a trabajar estaba decaída ya en el primer año de trabajo, todo era estar cambiando lámparas, limpiando y engrasando guías. Dos situaciones me hacían sentir la modorra como algo a lo que no debía resistir. Hoy, viendo esos recuerdos desfilar como una pantalla imaginaria en el muro de mi desarreglada habitación del hotel, trato de explicar cómo viví el sistema administrativo taylorista de funciones especializadas y repetitivas del trabajo industrial. Sólo hacía una tarea de mantenimiento eléctrico durante semanas, pero el desánimo llegó cuando escuché al jefe de mantenimiento eléctrico, Gustavo Márquez, decirle al electricista González  que a los aprendices no nos enseñaran más allá los rudimentos básicos de las tareas asignadas.
Deserté de la escuela secundaria, de la ETIC 18, pero mi habilidad de aprendizaje me enorgullecía, siempre obtuve calificaciones sobresalientes.  Por asistir a la secundaria nocturna, ya valoraba los conocimientos, pues  los halagos de los profesores por mi aprovechamiento escolar inflaban mi vanidad, eso me hacía pensar  como un contrasentido que el aprender, como lo hacía en la escuela, fuera una cosa negativa en el trabajo, me preguntaba el por qué los directivos  desestimulaban que los trabajadores de la fábrica aprendiéramos correctamente las leyes de la electricidad y habilidades de mantenimiento industrial.
Los gritos y coscorrones de mi hermano Antonio en verdad eran obtusos, cómo me exigía ir a trabajar en un oficio industrial cuyo pago semanal no alcanzaba ni para cubrir el costo de invitar una parada de cerveza a mis amigos en la mesa de la cantina "El Retiro".  Así lo vuelvo a recordar en la soledad del cuarto y veo que, cuarenta años después, mucho cambió, me digo, ahora los obreros deben saber nuevas tecnologías y conocer las partes integrantes del proceso productivo para sentir pertenencia y filiación con la industria textil y sus problemas. Los directivos promueven las competencias laborales como un bien personal de desarrollo humano que les da movilidad en el trabajo y una polifuncionalidad de habilidades que es valorada como una estrategia tecnológica para que el obrero se motive sin caer en el hastío de la repetición de tareas productivas durante meses y, en algunos casos, durante todos los años de labores, hasta la jubilación como sucedió en aquellos años.
Poco a poco empecé a preguntarme cómo progresar, tener más ingresos y prestigio social. Un obrero en bicicleta y vestido con ropa hecha con la tela de gabardina de la producción textil de la fábrica por un sastre, no era atractivo para las mujeres bonitas, aún oigo la voz de Raquel negándose a salir conmigo, y recuerdo que no supe de dónde me salió decirle, "tú me vez poca cosa porque soy obrero, pero yo seré doctor". Soy doctor administrando un hotel barato, pero qué me pasó. 

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