martes, 24 de junio de 2008

Descripciones de la ciudad.


Jesús Guisa y Azevedo en la revista
San Andrés (1960-1961)
El portal de la Columna
Es, muy a la clara, este portal un monumento, un testigo por tanto, testigo permanente de un género noble de vida. Es recio, sólido, sencillo, trazado y ejecutado con el sobrio arte de los verdaderos constructores. Porque un verdadero constructor es el que concibe y hace, al mismo tiempo, cosas que perduren y que sean, por esto, del agrado y de la utilidad de las generaciones que se suceden. Es un refugio, un descanso, un lugar de cita, el largo tramo de arcadas que ofrecen sombra al caminante y techo debajo del cual guarecerse de la lluvia. Sus columnas, hechas de una sola cantera, son esos monolitos que dan la sensación de perennidad. ¿Se le llamará portal de la “columna” por esto? ¿O ha tomado su nombre del descanso que hacían en él con su carga preciosa, el Cristo de la Columna, los indios de Urireo cuando traían la santa imagen de visita a Salvatierra? Sea de ello lo que fuere, lo cierto es que este portal por su monumentalidad es uno de los rasgos fisonómicos de nuestra ciudad. Fue construido por los carmelitas, estos frailes beneméritos que hicieron el puente y domesticaron, para maridarla con la tierra, el agua del río Lerma. Properans aqua per agros, que dijo Horacio. Agua presurosa en fecundar los campos. Empieza el portal con una casa de estos frailes, destinada quizás a recibir la visita de hombres prominentes y acaba con un mesón, donde, frente a los macheros, existían aquellos hornos en que, encendidos día y noche, se tostaba la inmensa cosecha de ese cacahuate que en todas las ferias de la nación se conocía por el “salvatierreño sabroso”.
Portal de la Columna, nariz aguileña, lunar en el carrillo, pestaña rizada, signo y señal de hermosura de la cara de nuestra ciudad...

El Salto
Agua que salta, que aprovecha, como si tuviera conciencia del menor esfuerzo, la inercia que le suministra el declive; agua que va de peña en peña haciendo, en cada rebote, explosiones de perlas y derroches de luz; agua que se desliza en cascadas y que, alegre de correr, canta el canto alegre de la juventud; agua que se precipita allí en “el salto” y que cae, solemne, con la solemnidad de su pesado volumen, en la hondonada.
Al salvatierrense, desde que nace, lo acompañan las voces graves de esta agua que se despeña, presurosa, ávida de juntarse con la tierra, para fecundarla. Las noches en Salvatierra, cuando ya todo es silencio y soledad, se llenan del estruendo con que su río habla de la vida. Porque el agua es vida. Es lo movible, lo cambiante, lo que es y no es, lo que se nos escapa, lo que se convierte en la cosa sutil, imperceptible, que es el vapor y lo que, en las altas esferas, se torna en blancura. El Salto es un presencia, la presencia de la vida.


Salvatierra, una isla...Esas tierras tan calientes, tan llenas en sus entrañas de vigor vital, tan pródigas por tanto y que parecen, cuando las cubre el verde luminoso de los maíces y de los trigos, ofrecer la primera cosecha después de la Creación..., esas tierras son las nuestro pueblo, que lleva el nombre simbólico de SALVA, de SALVATIERRA...
Y dan la idea esas tierras de que acaban de emerger del mar. Su río es el agua que la masa ingente de los mares empuja, por conductos subterráneos, a flor de tierra. Las consejas de nuestras viejas ayas nos hacía saber que las pozas, como el Charco de Nana Juana, tenían comunicación con el océano.
Salvatierra es una isla que acaba de asomarse al sol. Y sus tierras son puras, cargadas de fecundidad. Y en los días de lluvia parece que el agua del mar le está escurriendo. Isla prodigiosa, isla verde, isla de luz. ¿No su Patrona es la Virgen de la Luz?...

Burro canelo, mula parda, caballo tordillo...
Eran estos animales, el burro, la mula y el caballo, los auxiliares eficaces y los compañeros imprescindibles del hombre. Las distancias eran grandes y la carga era pesada. El humilde asno sabíamos que había llevado en sus lomos el leve, el imponderable, el sagrado cuerpo de Nuestro Señor. Los leídos del pueblo mencionaban en sus conversaciones al pobre rucio que soportó, paciente, pero incómodo, la recia humanidad de Sancho Panza. Los burros de Salvatierra, libres del fardo, que eran los labriegos, el rastrojo o los enseres —baúles o camas— que transportaban en las mudanzas, se entregaban a su alborozo animal, los rebuznos, con los que atronaban el espacio y nos comunicaban su alegría. La mula era una bestia de carga de mayor resistencia y por esto mismo más apreciada. Y el caballo era el signo de la holgura, de la distinción, de la elegancia.
Había una correspondencia, un concierto, una armonía entre el relincho, o el ruido acompasado del trote o del galope, y la Naturaleza.
Todo esto está desapareciendo. Y tenemos el automóvil, sus pitos destemplados, su olor de combustión y los atropellos. El automóvil es uno de los aspectos de la civilización...

El árbol de nuestro valle...
El árbol es el adorno, la decoración, lo que es decir que es la belleza de la tierra. Es la transformación de ésta en sustancia vital. Es el color verde y los mil matices, luminosos unos, obscuros otros. Es ese color el ímpetu de vida con que el árbol se hace presente a nuestros ojos. Verde mate a la hora del crepúsculo, verde que se acerca al azul del cielo para, en el preciso momento que precede a la noche, confundirse con él. Verde que atrae a los pajarillos, que los convida a cantar y que les ofrece la sombra fresca de un follaje exuberante.
Árbol de nuestro valle, árbol siempre verde, sutilmente verde, de un verde que, a fuerza de estar junto a las aguas, se hace rumoroso. El árbol de Salvatierra es el SABINO, el compañero eterno de nuestro río, la morada obligada de las aves que, alegres, como es alegre el color verde, derraman sus trinos en ámbito del valle.

El Molino de las Ardillas
Es un macizo de mampostería, fábrica vasta, de una solidez que advertimos estar concertada con la roca. Es uno de los edificios más viejos de nuestra ciudad que la incuria ha permitido que se desmorone en parte, pero que, pese a lo cual, todavía está en servicio.
De los trigales cercanos y de los alrededores el trigo candeal, que hacía inclinar, ya en su madurez, las espigas doradas, iba a los asoleaderos del Molino de las Ardillas, como los hemos llamado todos nosotros desde tiempo inmemorial y que es el Molino del Mayorazgo de los marqueses de Salvatierra. De los asoleaderos pasaba ese trigo a las piedras trituradoras, movidas por esa agua de las tomas del río Lerma, agua que, a más de generar fuerza motriz, ha fecundado, amorosa y calladamente, las huertas todas que han regalado con sus sápidos frutos el paladar de todos los salvatierrenses.
Harina blanca del trigo candeal que se convertía en ese delicioso pan esponjado, delicia de la mesa y alimento, don divino de nuestras sementeras, fruto del trabajo de nuestros labriegos y arte sin par de esos panaderos que no por su habitual “san lunes” nunca dejamos de apreciar.
Molino de las Ardillas que en la parte más alta de la ciudad nos daba el ejemplo de una actividad constante...
Salvatierra y su puente.

Se acaba la ciudad en su puente, pero, también, allí empieza. Es, ciertamente, ese puente un confín, un límite, la terminación de una cosa, la vida ciudadana, que comenzó y tuvo su culminación en la plaza pública y que de ésta se extiende, y se sigue extendiendo, por los cuatro puntos cardinales. El río, nuestro río, parecía un obstáculo. Agua movediza, que se desliza estrepitosa, en cascadas, convida a la aventura, a ir lejos, a perderse en el horizonte, a viajar, a llegar al mar. Pero dominamos ese obstáculo, saltamos por encima de él para quedarnos en nuestra tierra, para señorearla y ser sus dueños permanentes. E hicimos el puente...
Y no, no termina allí la ciudad. El puente es el centro de ella. Mirador, atalaya, vigía, puesto de centinela, eso es el puente de Salvatierra sobre el río Lerma. Nos trasladamos a la otra banda y hallamos campos labrados, labriegos amigos, huertas olorosas, hatos de ganados y mares de verde promisor.
Se acaba la ciudad en su puente, pero, también, allí empieza... Allí empieza nuestra peregrinación, nuestra fuga y, en algunos casos, nuestro olvido. Pero allí empieza, también, el retorno, la conmoción de volver a recuperar lo perdido y el consuelo de recordar lo olvidado.
El puente es el centro de nuestra ciudad...

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