Hasta antes del siglo XVIII básicamente la religión cristiana se encontraba solidamente asentada en una fe esencial, escasamente racional. La burguesía del dieciocho ya que consideraba su posición social y económica como exclusivamente determinada por su nacimiento, como premio o castigo divino. Lo que precisamente caracteriza a este grupo social, cada vez más homogéneo y preponderante, es el ascenso en la escala social y económica a través de su ingenio y trabajo individuales frente al inmovilismo social del pasado. Las acciones que pueden conducirlo al éxito no tienen ninguna relación con el bien y el mal y por lo tanto estará ausente -sobre todo en el aspecto económico- en este conglomerado el sentido de pecado.
Esta nueva actitud conduce a un proceso de laicización que se proyecta en todos los niveles de la existencia de la época, donde la profesión de fe se convierte en un asunto privado y ya no colectivo y cotidiano como en el Medioevo. La vida en el Siglo de las Luces adquiere cada vez más un carácter profano y desacralizado. Un retome de lo religioso, pero como freno de convulsiones sociales, no prosperará sino hasta bien entrado el siglo XIX. La ciencia de alguna manera va entrando en un conflicto más agudo con la fe y se abren una serie de opciones para enfocar el dilema. (Los jansenistas, de rígida tradición agustiniana no tardan en enfrentarse a los jesuitas, quienes oponen al dios tirano de los primeros, una divinidad misericordiosa).
Otro punto de fricción entre la doctrina tradicional y la emergente economía fue el del préstamo a interés, prohibido como medio de explotación cuando se tratara de un prójimo en estado de necesidad, adquiere un valor antisocial durante el siglo XVIII, pues la actividad económica lo vuelve un mecanismo necesario para su funcionamiento eficaz. Aun más, el comerciante de la época está convencido de que realiza una actividad meritoria y ventajosa para la comunidad.
La religión va siendo paulatinamente separada del poder estatal y se intenta que no se relacione con la actividad económica. También se trata de darle algún soporte racional, como el deísmo de Voltaire o el teísmo de Rousseau. Hubo posiciones extremas como la de Diderot también se manifestó solapada o abiertamente un acendrado anticlericalismo que culminaría por convertirse más tarde en uno de los puntos fundamentales de los regímenes liberales.
En suma, si algo caracteriza al siglo XVIII como conflicto intelectual es el enfrentamiento agresivo entre razón y fe. Algunos hombres de la Ilustración logran conciliar el dilema, mientras que otros caen en posiciones agnósticas o francamente ateas.
Esta nueva actitud conduce a un proceso de laicización que se proyecta en todos los niveles de la existencia de la época, donde la profesión de fe se convierte en un asunto privado y ya no colectivo y cotidiano como en el Medioevo. La vida en el Siglo de las Luces adquiere cada vez más un carácter profano y desacralizado. Un retome de lo religioso, pero como freno de convulsiones sociales, no prosperará sino hasta bien entrado el siglo XIX. La ciencia de alguna manera va entrando en un conflicto más agudo con la fe y se abren una serie de opciones para enfocar el dilema. (Los jansenistas, de rígida tradición agustiniana no tardan en enfrentarse a los jesuitas, quienes oponen al dios tirano de los primeros, una divinidad misericordiosa).
Otro punto de fricción entre la doctrina tradicional y la emergente economía fue el del préstamo a interés, prohibido como medio de explotación cuando se tratara de un prójimo en estado de necesidad, adquiere un valor antisocial durante el siglo XVIII, pues la actividad económica lo vuelve un mecanismo necesario para su funcionamiento eficaz. Aun más, el comerciante de la época está convencido de que realiza una actividad meritoria y ventajosa para la comunidad.
La religión va siendo paulatinamente separada del poder estatal y se intenta que no se relacione con la actividad económica. También se trata de darle algún soporte racional, como el deísmo de Voltaire o el teísmo de Rousseau. Hubo posiciones extremas como la de Diderot también se manifestó solapada o abiertamente un acendrado anticlericalismo que culminaría por convertirse más tarde en uno de los puntos fundamentales de los regímenes liberales.
En suma, si algo caracteriza al siglo XVIII como conflicto intelectual es el enfrentamiento agresivo entre razón y fe. Algunos hombres de la Ilustración logran conciliar el dilema, mientras que otros caen en posiciones agnósticas o francamente ateas.
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