miércoles, 23 de julio de 2008

El Renacimiento como dilema entre la fe y la razón en Europa

Hasta antes del siglo XVIII básicamente la religión cristiana se encontraba solidamente asentada en una fe esencial, escasamente racional. La burguesía del dieciocho ya que consideraba su posición social y econó­mica como exclusivamente determinada por su nacimien­to, como premio o castigo divino. Lo que precisamente ca­racteriza a este grupo social, cada vez más homogéneo y preponderante, es el ascenso en la escala social y económi­ca a través de su ingenio y trabajo individuales frente al inmovilismo social del pasado. Las acciones que pueden conducirlo al éxito no tienen ninguna relación con el bien y el mal y por lo tanto estará ausente -sobre todo en el aspecto económico- en este conglomerado el sentido de pecado.
Esta nueva actitud conduce a un proceso de laiciza­ción que se proyecta en todos los niveles de la existencia de la época, donde la profesión de fe se convierte en un asunto privado y ya no colectivo y cotidiano como en el Medioevo. La vida en el Siglo de las Luces adquiere cada vez más un carácter profano y desacralizado. Un retome de lo religioso, pero como freno de convulsiones sociales, no prosperará sino hasta bien entrado el siglo XIX. La ciencia de alguna manera va entrando en un conflicto más agudo con la fe y se abren una serie de opciones para enfocar el dilema. (Los jansenistas, de rígida tradición agusti­niana no tardan en enfrentarse a los jesuitas, quienes opo­nen al dios tirano de los primeros, una divinidad miseri­cordiosa).
Otro punto de fricción entre la doctrina tradicional y la emergente economía fue el del préstamo a interés, prohibido como medio de explotación cuando se tratara de un prójimo en estado de necesidad, adquiere un valor antisocial durante el siglo XVIII, pues la actividad econó­mica lo vuelve un mecanismo necesario para su funciona­miento eficaz. Aun más, el comerciante de la época está convencido de que realiza una actividad meritoria y ven­tajosa para la comunidad.
La religión va siendo paulatinamente separada del poder estatal y se intenta que no se relacione con la ac­tividad económica. También se trata de darle algún sopor­te racional, como el deísmo de Voltaire o el teísmo de Rousseau. Hubo posiciones extremas como la de Diderot también se manifestó solapada o abiertamente un acendrado anticlericalismo que culminaría por convertir­se más tarde en uno de los puntos fundamentales de los regímenes liberales.
En suma, si algo caracteriza al siglo XVIII como conflicto intelectual es el enfrentamiento agresivo entre razón y fe. Algunos hombres de la Ilustración logran con­ciliar el dilema, mientras que otros caen en posiciones ag­nósticas o francamente ateas.

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