lunes, 17 de noviembre de 2008

Flor que llora colgada en el abismo

El tiempo de las edades respeta el interior de las almas. Así la muy noble y leal ciudad de San Andrés de Salvatierra, inmóvil en su espíritu fundador deja escuchar los cantos de sus poetas por entre los corredores del verde y luminoso jardín. El sueño virreinal campea aún entre los cuchicheos de las parejas que se hablan sin pena entre besos dulces, al amparo de la fronda de los laureles de la India.
Caminando despacio una preciosa señora deja al aire su blonda cabellera y su tersa tez se inflama con un viento calmo y dócil, que trasnparenta la blancura de su sonriente boca cuando mira las fachadas porfirianas y remerora los versos de sus moradores, aquellos que se quedaron atrapadas en sus puertas y ventanas. Y ella se sienta con un aire de meditación en la frente, a repetirse mentalmente el poema "Y era, en verdad, hermosa la señora..." el poema aquel que despertó, en su autor, una vieja nostalgia por su madre Porfiria, cuando cumplió los treinta años, y donde explicó cómo él, Federico, supo qué experiencia infantil había descubierto su facultad de abrigar la fe e inciado su vocación sacerdotal y, ahí en versos, poéticamente lo narró titulándolo "Idilio".
Ahora ella estaba ahí estremeciendose por su propia experiencia, de la vez que llevó a sus hijas a conocer a la Virgen de la Luz de Salvatierra, y sentía que el tiempo había sido el mismo, 1881, y que el camino por la plaza del jardín era el mismo que transitaron Porfiria con su pequeño hijo Federico e, imaginativa y estremecida, los veía pasar a su lado tomados de la mano presurosos.
Sin embargo, ella estaba esperando la llegada de quien le contaría cómo había empezado todo lo que veía a su alrededor: las altas torres de cantera rosa de la parroquia, las fachadas coloniales y porfirianas de alegres colores, los amplios portales y corredores del jardín y la austera sede del ayuntamiento municipal, pero sobre todo, este deber católico de visitar a la Virgen de la Luz con las niñas a confesarse, y hablarles del amor espiritual de una madre por su hijo.
Y espero candidamente la narración de una historia que comenzó luego de la caída de Tenochtitlán, y ya cuando los ambiciosos militares al mando de Hernán Cortés se habían repartido las mejores tierras llamadas, entonces, del Reino de la Nueva España.
Era verdad que las fotos de sus dos niñas tomadas a la orilla del río Lerma le gustaban mucho, eran bonitas y agraciadas ambas, que con sus vestidos de olanes verdeolivo y sus pliegues de tela de algodón crema hacían, en la fotografía, un conjunto armonioso de colores con los troncos ocre del viejo sabino derribado y el agua amarilla de la corriente caudalosa de ese día, que había estado soleado desde la mañana. Y sentada en la banca de hierro forjado recordando, mientras esperaba, que no fue difícil encontrar un paisaje a su gusto entre las veredas de los hortales, cerca del puente construido con piedra de tezontle por los frailes carmelitas descalzos. Si, el agua debió ser importante para fundar la ciudad, pensó viendo hacía el comienzo del corredor del jardín, esperando ver llegar a quien le platicaría la crónica de la ciudad.
Las casas del centro son de una belleza augusta, recordó que le dijeron que eran en todo muy parecidas a las de Castilla la Vieja, como que la ciudad había sido una fundación española. Y se dijo, ¿pero como soy tonta? si los conquistadores querían fundar una ciudad, es imposible que ellos no hayan escojido para vivir las mejores tierras del Reino de la Nueva España.
Era paciente M., a los que pasaban les parecía muy hermosa la señora; era de estatura pequeña, de pelo ensortijado cruzando las cuatro décadas de edad y con un aire de estudiosa por sus bien diseñados lentes. Un señor que se sentó un momento cerca de ella, después dijo que M. siempre olía a un aroma limpísimo, como que hacía su ducha tallando tres veces su tersa piel con un estropajo de magüey y con jabón perfumado. No era propiamente una salvaterrense típica, su infancia trancurrió en la ciudad de México, pero luego de su llegada al final de su niñez a Salvatierra, ya nunca salió por más de una semana de la ciudad.
Su rutina de trabajo era muy agradable para M. Atendía clientes en su despacho y las horas se le iban llenado formularios y platicando con los campesinos que la apreciaban bien, por su gentileza al tratarlos con una sonrisa de aprecio. Sus estudios los realizó en la escuela técnica de la localidad y lo que ahora sabía lo aprendió en sus largos años de trabajo, que no lo había cambiado desde que lo tomó. Su hermana pasaba a saludarla por las mañanas, eran gemelas en todo, menos en el carácter, pues M., era mayor quince minutos pero más seria y deseosa de saber más de sí misma. Como que sus emociones le representaron un enigma desde pequeña, pues siempre batalló para manejar los sentimientos de culpa por un accidente que le tocó presenciar, donde su hermano recibió una dura corriente electrica en la azotea de la casa mientras jugaban inocentes.
Y ahí estaba sentada con un elegante vestido floreado, con fondo negro y colores amarillos en las hojas de girasoles grandes, como los vestidos de las películas de Sofía Loren. Se parecía a "la estatua de la novia del mar esperando la llegada de los pescadores" que está en la Bahía de Campeche, aunque ella estaba a midad del corredor del jardín de espaldas a las torres de la parroquia, pero ya no era una novia. Y si, estaba emocionada, sentía que sabía poco de sí misma y de las cosas que eran suyas: su calle de la oficina, muy arbolada; las numerosas acequias de la ciudad, y del mayorazgo donde ensayaban de bastoneras sus hijas, ya hechas unas señoritas atractivas.
¿Qué quería saber del espíritu de la ciudad? ¿Qué le despertaba tanto interés como estar esperando el retraso del cronista habilitado para resolver sus dudas? ¿De qué le serviría saber sus propias tradiciones familiares y de la ciudad?

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