sábado, 31 de octubre de 2009

La otra historia... ¿Fantasía? por Miguel Alejo

La fustigada noche del 10 de septiembre de 1810 rueda con el estupor de una cabeza cortada. El cura Hidalgo sabe que las traiciones aceleran las guerras y desatan los nudos de la muerte. Reafirma su convencimiento de que el porvenir está en los criollos, al tratar de hilvanar sus extravíados pensamientos por el nerviosismo ante la espera de las indicaciones de los otros conjurados. Consideraba al corregidor Miguel Domíngez uno de sus más acérrimos enemigos. El religioso ya imaginaba los vapores malsanos de la pólvora en los campos de batalla, la sangre derramada, los heridos de muerte y las dificultades para mantener en orden un ejercito improvisado de andrajosos, muchos de los cuales eran sus feligreses.
Algo que disfrutaba Hidalgo era la penumbra de las tabernas que tenían esos pisos carcomidos o a veces hasta de tierra, de ventilación casi nula y con la incipiente iluminación de unas cuantas velas de sebo y beber el vino con esa mesura que de pronto se pierde y termina en uno que otro traspiés. Era bueno para catar e ingerir (Casa donde durmió "La Fernandita")
jarras de esos caldos "mareados" que llegaban desde la península Ibérica.
Esa noche, y en uno de esos lugares, el Cura transpiraba abundantemente al asaltar su mente una y mil interrogantes: ¿Qué pasaría con los capullos de gusanos de seda que se criaba en el pueblo de Dolores? ¿Qué quedaría de sus libros? ¿Ya nunca más volvería a visitar la Pequeña Francia en el pueblo de San Felipe?; pero había una pregunta que lo inquitaba de sobremanera: ¿Qué sería de "La Fernandita"?, la bella mujer que lo acompañaba esa noche y que atenta escuchaba como se escucha a un maestro, sus monólogos sobre sus libros o temas de interés.
Criolla de nacimiento y cuerpo venusino en el que las protuberancias y redondeces, que por la juventud eran tersas y perfectas. Muchacha impetuosa, de las que hacen evidente sus goces con la sola forma de caminar. El Cura la disfrazaba de hombre consiguiéndole vestiduras de mozo, la sentaba cerca de él y tocaba sus piernas con insistencia. "La Fernandita" nunca sintió culpa porque sobre todo, los santos varones dedicados a la iglesia eran garañones que tenían mujeres e hijos; tenían en una mano la cruz y en la otra el goce de los placeres de la carne; ella siempre supo de la importancia del Cura de Dolores.
Entró con ella a Guadalajara y ahí se quedó después de la batalla del Puente de Calderón el 17 de enero de 1811, principio del fin para los insurgentes que iniciaron el movimeinto armado. Cuando Calleja reconquistó la ciudad el 21 del mismo mes, entre las medidas que tomó, fue llevarla ante los tribunales para sentenciarla, se presentó vestida con el uniforme y divisas de capitán; los jueces quedaron cautivados por su discreción y modestia, hecho que contribuyó a despertar aún más la simpatía por "La Fernandita". Tiempo después, cuando el jefe realista José de la Cruz obtuvo el gobierno de la provincia decretó su libertad.
Corrieron muchos rumores y versiones sobre esta misteriosa joven que acompañó al jefe insurgente durante los primeros días de la lucha insurgente durante los primeros días de la lucha por la Independencia. Su verdadero nombre fue María Luisa Camba; pero Hidalgo la bautizó como "La Fernadita" como un tributo ultamarino a Fernando VII, hijo de Carlos IV y de María Luisa Borbón y Parma y por el que sentía una espacial admiración por haber ascendido al trono sin luchas ni enfrentamientos, y no dudaba en los más mínimo de que el poder de la Nueva España recayerá en él. Muchos ignorantes del pueblo y de la tropa creían que "La Fernandita" era en realidad Fernando VII disfrazado de mujer quien, huido de su cautividad de Bayona, se había acogido a la protección de Hidalgo, rumor originado quizá por haber gritado ¡Viva Fernando VII! en el atrio de la parroquia de Dolores. Otros, por las múltiples atenciones que el Cura de Dolores tenía hacia ella, afirmaban que era su hija, habida de la mujer de un español. Pero Hidalgo nunca se preocupó por aclarar, ni siquiera comentar, la realidad de esa relación que tanta curiosidad causaba. Despues del asalto a la Alhóndiga de Granaditas en Guanajuato, el Bajío tembló ante la inminente avalancha de las huestes insurgentes que irremediablemente se dirigían a México y Valladolid. Desde los primeros días de octubre de ese memorable año, algunos de los ricos criollos salvaterrenses, de forma por demás cauta y discreta, se dirigieron al Convento delas Capuchinas para hacer entrega a las monjas de sustanciosas cantidades de monedas de oro que cuidadosamente acomodaban en pequeños sacos de gruesa manta, ante la indiferencia de su capellán Sebastián Benito de la Fuente. Fue en la madrugada del 12 de ese mes cuando corrió la noticia de que Hidalgo se aproximaba a Salvatierra por el rumbo de Jaral.Al amanecer una avanzada hizo su arribo por el puente del río Grande, tras ellos,
y fuertemente custodiada entró una carroza cuyas cortinas negras impedían ver a la gente del pueblo quien era el misterioso pasajero, de inmediato tomó la calle Real para detenerse frente al zaguán de las Arrecogidas.
Daba la clara impresión de que ya era aguardada tan importante personalidad, ya que al instante las puertas se abrieron para que el coche ingresara, sólo transcurrieron unos minutos para que uno de los ayudantes del cochero se dirigiera al convento de las monjas portando unos pequeños rollos de papel en la mano. Los que fugazmente algo alcanzaron a ver quien se apeaba del coche, no supieron decir si era un hombre que parecía mujer o una mujer vestida de hombre.
Al pardear la tarde arribó Hidalgo en un carruaje mucho más modesto, pasando de largo hasta llegar al mesón de la Luz de la plaza mayor. Al día siguiente, muy temprano, cuando todavía los rayos del sol no alcanzan a despejar la oscuridad de la noche, sin ruido ni gritos, se abrió de nuevo el portón de la casa de la familia Servín, para que el carruaje tomara lentamente la calle hasta llegar a las puertas del convento. "Los dos ayudantes del Cochero bajaron y llamando calmadamente a la puerta que se entrabió unos instantes después, sin prisas ni precipitaciones penetraron en el silencioso edificio para sacar cuidadosamente, uno a uno, los pequeños sacos con monedas de oro y colocarlos en el coche., hecho esto, el Cochero acicateó a las bestias para continuar su camino a Acámbaro, por el viejo sendero de la Hacienda de La Esperanza".
Dos horas después Hidalgo abandonó el mesón para seguir la misma ruta. Fua hasta que salió de la ciudad el último soldado insurgente cuando el capellán de las monjas, don Sebastián Benito de la Fuente, como comisario del Santo Oficio se aprestó a redactar su inquisidor informe al tribunal sobre la estancia del Cura de Dolores en Salvatierra. Entre lo que asentó con su puño y letra afirma: "Hidalgo pernoctó en el mesón de la Luz, mientras hizo hospedar a su amasia apodada Natera en la cas del Dr. Servín... dias antes, los criollos y gente de bien pusieron a salvo sus pertenencias de valor en el convento de ls Capuchinas, de las que soy su capellán...".
Por las circunstancias del momento el Capellán no percibió que quizá el nombre que le dieron de la amasia era el de la dama de compañía ya que "La Fernandita" iba vestida de hombre. Y mucho menos, que una gran parte del dinero depositado en el convento eran las aportaciones de los criollos locales destinadas a la causa insurgente a través de Los Guadalupanos, organización secreta que tuvo aua orígenes en las logias de la masonería del Rito Escocés proveniente de la península Ibérica, y cuyo fin principal fue el apoyar al movimiento con recursos económicos y servicios de inteligencia.
Esta afinidad ideológica de los grupos locales de poder con Hidalgo explica el posterior apoyo de las familias salvaterrenses de los Esquivel y Vargas, los Zozaya y Bermúdez, los Luyano y Bermeo y los López de Peralta a Iturbide durante su estancia en la Ciudad, a la consumación de la Independencia y a su ascenso al trono como primer emperador de México. En cuyo régimen pasaron a ocupar puestos de primer nivel y, propugnaron en todo momento por el establecimiento de una monarquía en el país.
Sólo así se podría explicar como personajes salvaterrenses o de gran arraiga local, llegaron a las altas esferas del poder como don Miguel Gerónimo López de Peralta, sexto marqués de Salvatierra, quien fue de los firmantes del Acta de Independencia y, además, se desempeñó como capitán de la Guardia Imperial de Iturbide y gobernador de la Ciudad de México. Otro fue don José Manuel Zozaya y Bermúdez, primer ministro pplenipotenciario del Imperio ante el gobierno de los Esatdos Unidos de Norteamérica. Y algunos años después don José María Esquivel y Salvago, diputado conservador constituyente en el congreso local en 1824 y gobernador del Estado durante la primera república constituyente y su paso al régimen consrevador.
Nunca imaginó el capellán don Sebastían Benito de la Fuente que delante de sus propias narices, estuvo el tesoro más preciado de Hidalgo: "La Fernandita" y con ella, una gran parte del futuro inmediato de la patria.





¿Fantasía?... ¿si?... ¿no?... ¡quién sabe!











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