Una película del río Lerma desbordado y un cuento donde el río Lerma es el mar en Salvatierra
LA CONCHA
por Antonio García Soto
Mi tío Abigail, se fue. Recuerdo muy bien ese día: jugaba con un carrito de olote y ruedas de corcholata. Era medio día, gallinas, pichones y guajolotes hurgaban en el piso arenoso del corral. Mi abuela Chucha hacía tortillas a mano. En el metate molía el nixtamal hasta convertirlo en una delicada masa amarillenta, luego hacía los textales —unas bolitas de masa—, los amontonaba en una batea de madera para iniciar el proceso de las tortillas: Tomaba un textal y con sus manos le daba palmaditas hasta convertirlo en tortilla a la que colocaba suavemente sobre el comal de barro —previamente calentado y curado con cal y ceniza— para cocerla. Repetía la operación hasta llenar el tortillero o agotar la masa. Cuando ella hacía esto, me gustaba acercarme para que me hiciera un delicioso burrito. Mi abuela era alegre y bonita; mucho me quería, disfrutaba verla reír a carcajadas. Decía que yo tenía los ojos grandes como una becerra y la boca chiquita, de tortuga. ¡Ah, pero mis brazos! Afirmaba serían los de un hombre de tres efes: feo, fuerte y formal. Como debe ser un hombre de verdad. Eso me agradaba porque yo quería ser como mi abuelo: trabajador del campo, arar la tierra con mi yunta, sembrar y cosechar maíz y frijol para que no faltara la comida. Mi abuelo decía que, con eso, y nopales, era suficiente para vivir.
En esta ocasión mi abuela no sonreía, cierto, hizo mi burrito y lo comí, pero yo esperaba escuchar su risa y sus pláticas de la revolución o de los cristeros y no fue así. Su cara se veía triste, preocupada. Sus ojos lloraban, pero no por el humo, de eso estaba seguro. A pesar de mi corta edad intuía que algo no estaba funcionando bien. Ella trataba de disimular lo mejor que podía, pero su pesar era más grande que su fuerza de voluntad. Cuando terminó de hacer sus tortillas, lavó metate, mano y otros utensilios, luego se enjuagó las manos secándolas con su delantal; acto seguido tomó uno de los banquitos trípodes de madera y se sentó a descansar frente a mí. Adivinó en mis ojos la tácita interrogante: “Las cosas no están saliendo bien, hijo. La cosecha se perdió por tanta lluvia y la gente, principalmente los jóvenes, se están yendo a buscar la vida a otros lugares en lo que se compone la situación. En sus ojos aparecieron dos lágrimas, las que disimuladamente limpió con el reverso de sus manos. Esa es la razón por la que tuvo que irse tu tío Abigail en busca de trabajo. Tengo miedo por él, es la primera vez que se aleja de nosotros, sin saber a dónde va. Ojalá la virgencita de Guadalupe lo proteja y me lo traiga con bien”.
Ahora recuerdo ese acontecimiento: Fue el año de 1958. Yo tenía como unos ocho años cuando el cielo después de habernos castigado cuatro años con una sequía de la fregada, donde no había comida para nosotros, ni los animales; nos mandó un rebaño de nubes, gordas como vacas de establo y toda el agua que traían en sus abultadas panzas, la dejaron caer sobre nosotros durante casi todo el verano. Llovió tanto, que del cerro bajaban los arroyos bramando como toros salvajes, arrastrando a su paso plantas, piedras y animales. Los caminos desaparecieron para convertirse en turbulentos canales. Se inundaron las casas y se echaron a perder catres y cobijas; leña y semillas desaparecieron, el agua se llevó todo, hasta las ganas de vivir.
El río Lerma que dista de nosotros cuatro kilómetros, no pudo contener la cantidad de agua y salió a retozar por todo el Valle de Guatzindeo, destruyendo cultivos y viviendas haciendo huir a la gente de los pueblos vecinos. Fue tan brutal y destructiva la salida del río que hasta los muertos echó fuera de sus tumbas; puso al descubierto reliquias y urnas funerarias de los indios chupícuaros. Se decía de algunas personas afortunadas, porque encontraron esas cosas antiguas y las vendieron muy bien a unos norteamericanos.
Pasaron los años, no volvimos a saber nada del tío Abigail, ni de mi madre —a la que no conocí—, mis abuelos decían que se había ido con un señor, dejándome siendo aún bebé al cuidado de ellos.
Un poco antes de terminar la escuela primaria, murió mi abuela, causándome una gran pena porque fue tan buena conmigo, que aún la recuerdo con amor y gratitud. La sepultaron en una profunda fosa. Yo, al igual que mi abuelo, arrojé un puño de tierra sobre su ataúd y tres flores de crisantemo que corté en el huerto cultivado por ella. Dos semanas después, mi abuelo mandó hacer una cruz de cemento, y como yo era el único que sabía leer y escribir, me pidió que escribiera el nombre de ella y la fecha de su fallecimiento; nada más eso, porque no recordaba otra cosa.
Cuando terminé la primaria, el maestro de sexto le dijo a mi abuelo que yo podía seguir estudiando en una escuela del gobierno donde no pagaría nada, si lograba aprobar un examen. En un principio él se oponía, pero yo que ya le había tomado sabor al estudio, insistí para que me dejara intentarlo. Aceptó y logré entrar al internado.
Fue entonces cuando mi tío Abigail volvió. Traía con él a una niña de mi edad de nombre Francisca. Con ella fueron al internado a visitarme, me dio mucho gusto verlo y conocer a esa niña, hija de Pola, la mujer de mi tío. Con Francisca de inmediato nos hicimos amigos y a petición mía, el tío logró sacar un permiso del director por todo el fin de semana, tiempo suficiente para jugar con ella, mostrarle mis escondites y chucherías; bueno, también escuchar por las noches las novedosas pláticas del tío, quien comentaba había trabajado de cargador en el mercado de Abastos de la Merced en la ciudad de México con unos patrones que lo quisieron mucho por su trabajo y honradez. Estos señores lo enseñaron a manejar camiones pesados y a recorrer las carreteras del sureste de México, llevando y trayendo mercancías: frutas, cereales y legumbres. Fue en uno de estos viajes donde conoció a Pola, la mamá de Francisca. Esta mujer lo convenció para que fueran a vivir a Champotón, porque ahí cerca, el Gobierno estaba regalando tierras para incrementar la población en un pequeño poblado de nombre: Moquel. Los únicos requisitos: Estar casados legalmente.
El tío se disculpó con los señores, sus patrones, quienes no pusieron objeción alguna ya que se trataba de un mejor futuro para los recién casados. El matrimonio recibió una dotación de veinte hectáreas e inmediatamente se pusieron a desmontar. Descansaban un poco los domingos para atender sus necesidades personales.
Desgraciadamente, un préstamo que les prometieron nunca llegó y los ahorros del tío se terminaron sin acabar el desmonte, por lo que tuvo que trabajar con los arroceros primero y luego con unos pescadores de Champotón con quienes se acopló muy bien. Salían muy temprano en un lanchón a mar abierto, para colocar anzuelos y redes; si la pesca era buena, regresaban temprano a entregar el pescado a la cooperativa, donde lo refrigeraban, hasta que llegaban los acaparadores para llevarlo a los mercados de las grandes ciudades del centro del país. Decía que le gustaba el mar por su grandeza e inmensidad y aunque tenía miedo de morir en él; lo amaba porque gracias al mar tenía trabajo para mantener a su familia. Le gustaban los amaneceres: antes de salir el Sol, el cielo parecía un incendio detrás de la línea del horizonte marino, luego, la aparición del astro rey elevándose sobre el vaivén de las olas, en las que parecía dejar caer un fino polvito de oro. En cambio, en las noches, cuando el mar estaba picado, parecía un gigantesco gallo negro de pelea con cresta blanca, al que había que tenerle respeto.
Decía que los domingos iban a misa a la iglesia franciscana de Nuestra Señora de las Mercedes, para pedirle por ellos y nosotros. Otras veces se iban a las playas de Punta Xen y Chen Kan de suave oleaje, donde además de disfrutar de las tibias aguas, llegaron a ver el arribo de miles de tortugas de Carey blancas a depositar sus huevos en la arena; aunque comestibles, a mi tío no le llamaban la atención porque le recordaban los huevos de alicante: feos y gelatinosos. Prefería comer los de las gallinas que cuidaba su esposa Pola.
Platicó también, que al ser de los primeros forasteros en llegar a Moquel y viendo su interés en la comunidad, lo nombraron presidente del Comisariado Ejidal y uno de sus principales trabajos fue ordenar el centro del poblado y trazo de calles, a las que se les dio una anchura de doce metros —pensando en el futuro—.
Agotado el fin de semana, volví al internado. Francisca y mi tío regresaron a Champotón.
Antes de despedirnos, le regalé a ella mi resortera y ella me dejó una concha marina muy bonita de color rosa-dorado. Me dijo que, si sabía escuchar, la colocara en mi oído y sentiría el rumor de las vibrantes olas.
A partir de ese día, la concha, se convirtió en mi juguete preferido. La guardaba celosamente en lo más profundo de mi casillero para evitar que mis compañeros descubrieran mi secreto. A veces, cuando salía a estudiar mis lecciones a la sombra de las jacarandas, la llevaba en el bolsillo y en el momento oportuno, la pegaba al oído como lo indicó Francisca para escuchar el mar, pero no sólo eso: a ella la veía claramente caminar hacia mí sobre la arena, en tanto que las olas bañaban sus tobillos. No había duda: estaba enamorado de Francisca, de su blanca sonrisa y tez morena. Pero ¿Cómo decirle que estaba enamorado? Ella tan lejos y yo con tantas cosas por aprender. Pensé que lo mejor era esperar el término del ciclo y en las vacaciones buscaría la forma de ir a verla con el pretexto de visitar a mi tío.
Ahora tenía un buen motivo para estudiar con más ganas. No perdía una sola clase y participaba en las sesiones de preguntas y respuestas, hacía tareas y estudiaba hasta muy entrada la noche cuando el cansancio me doblegaba y tenía que irme a la cama, pero antes colocaba la concha en mi oído para escuchar el mar y arrullarme con el rumor de las olas, donde siempre aparecía la figura de Francisca, sonriente y caminando hacía mi sobre la arena.
Una mañana, acudí al llamado del director. Tenía en sus manos un telegrama; después de mirarme detenidamente dijo: “Es urgente que vayas a ver a tu abuelo. Tienes autorización para ausentarte tres días hábiles; de no hacerlo así, tu baja es casi segura”. No tuve tiempo de preguntar. Salí corriendo, empaqué una muda de ropa y fui a la carretera para esperar el autobús. Tres horas después llegué a casa del abuelo, donde me llevé una grata sorpresa al ver al tío Abigail acompañado de una mujer a quien me presentó como su esposa Pola. Al no ver a Francisca, instintivamente pregunté por ella, pero la aparición de mi abuelo impidió la respuesta. Después de los saludos Pola improvisó una ensalada. Al término de la comida el tío contestó mi pregunta. Francisca había muerto por un mal congénito de su corazón y que no habían podido hacer nada para salvarla. Al ver mi angustia, Pola comentó que en sus últimos momentos estuvo mencionando mi nombre. El tío agregó que eran cosas de la vida para superar y seguir adelante. Me levanté y fui al patio a desahogar mi dolor, ajeno al comentario final de mi tío, donde me haría saber que había venido a vender la casa y el terreno del abuelo porque se lo iba a llevar con él para cuidarlo. No hizo caso a mis súplicas. Le dije que dejaría la escuela para atender al abuelo. No me escuchó, sólo dijo que siguiera estudiando y las vacaciones las fuera a pasar con ellos para que conociera el mar.
—Y luego: ¿Qué hiciste abuelito?
— Jamás busqué al tío, pero seguí estudiando y trabajando hasta convertirme en Técnico Agrícola. Años después me casé con tu abuela y formamos una familia.
Como puedes ver, hijo: Yo no conozco el mar, pero tengo este bello recuerdo, donde cada noche escucho el rumor de las olas y los pasos de Francisca… Cada vez más cercanos.
Relato premiado con el primer lugar nacional en 2015 por la Secretaría de Marina Armada de México.
Agradezco al Grupo Carolina, a la Dirección de Turismo, Joyería Rubí, La Veranda, Funerales Silva, Capillas Santa Mónica, Empanadas PANAFRANZ, Cremería Nayely, el Terruño, Odontopediatra Enrique Villagómez por su apoyo para llevar esta película al
Festival de Cine & Arte de Dolores Hidalgo CIN
Por la edición un reconocimiento al estudio de vídeo, streaming y fotografía Raccontiamo Storie.
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