sábado, 30 de agosto de 2008

Bicentenario del Santuario: II parte del sermón de José Luz Ojeda a la Virgen de la Luz


II

Pero la Santa Escritura emplea también el nombre de la luz para designar a los apóstoles.
Jesucristo mismo fue quien se los dio, y la luz verdadera conoce perfectamente todo lo que es luz: “Vos estis lux mundi –Vosotros sois la luz del mundo”(San Mateo, V,14).
Fue después del sermón de la montaña. En ese maravilloso discurso de las Bienaventuranzas, el divino Maestro acaba de exponer a su auditorio el nuevo ideal cristiano. Pues era necesario que aquel ideal de perfección fuese dado a conocer a todo el mundo, y ese debía ser la misión altísima de los apóstoles. Ellos, que habían conocido como nadie el mensaje de Cristo, debían difundirlo por todas las naciones; ellos, que habían recibido la verdad, debían ser los mensajeros y los embajadores de la verdad: ¡ellos debían ser la luz del mundo...!.
Si, el apóstol es luz, porque es “ministro de Cristo y dispensador de los misterios de Dios” (1° Corintios, IV, 1): luz de la luz primera y del amor primero, rayo de su foco eterno para iluminar a los hombres.
Pero debe serlo también –y he aquí el alcance y la profundidad de esta imagen de la luz- porque debe irradiar de sí mismo a Jesucristo. Sin duda ha recibido la misión de enseñar: “id y enseñad a todas las naciones” (San Mateo, XXVIII, 19). Mas debe ser también un modelo, de tal manera que muestre en si mismo, por la perfección de su vida, la grandeza moral del ideal cristiano. Era lo que el divino Maestro decía a sus apóstoles: “No se enciende la luz para ponerla debajo de un celemín, sino sobre un candelero a fin de que alumbre a todos los de la casa. Brille así vuestra luz ante los hombres, de manera que vean vuestras buenas obras, y glorifiquen a vuestro Padre que está en los cielos”(San Mateo, V, 15-16).
Hablando de san Juan Bautista, el divino Maestro hace este elogio –soberano por ser suyo-: “Erat lucerna ardens et lucens –Era una antorcha que ardía y brillaba”(San Juan, V, 35). Ser una antorcha que arda y que brille: que arda, por el amor para comunicar a Cristo; que brille, por sus obras, para irradiar a Cristo: he aquí al apóstol, he ahí al sacerdote.
Pues si el sacerdote es luz, “Madre de la luz” quiere decir, por consiguiente, Madre de los sacerdotes.
María lo es, ante todo, porque es la Madre de Aquel a quien fue dicho: “En es sacerdos in aeternum –tú eres sacerdote para siempre”(Hebreos, V,6). Pero lo es también por la parte que tiene en la formación de los ministros de Jesucristo. ¿No nos dice la Escritura que a la Virgen Santísima le fue confiado san Juan “el discípulo a quien Jesús amaba”? ¿No nos la muestra en el Cenáculo, unida a los apóstoles, perseverando con ellos en la oración? ¿No nos enseñan los Santos Padres que la intercesión poderosa de María apresuró la venida del Espíritu Santo, del Espíritu de Amor, que había de completar la formación de los apóstoles, trasformándolos, y enseñándoles “toda verdad”?(San Juan, XVI, 13).
Y ahora, y siempre, María es la Madre de los sacerdotes. Dondequiera que exista una verdadera devoción hacia Ella, florecen y maduran las vocaciones. Ella prende sobre las frentes de los jóvenes la radiante estrella del ideal del sacerdocio; Ella forma a los seminaristas, en el silencio del seminario; con la solicitud de sus cuidados y de su amor; Ella conduce hacia el altar de Aquel que llena de alegría la juventud que se consagra a Él; Ella, en fin, les inspira esas grandes y profundas resoluciones, únicas, que son capaces de convertirlos en sacerdotes según el corazón de Dios...
¿Qué sacerdote no ha sentido alguna vez, en el misterio de los caminos de su vocación, las manos de Aquella que es la Madre de la Luz...?
(Tomado del cuaderno manuscrito autógrafo de José Luz Ojeda López, Pbro. propiedad de Maria Elena Calderón).

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