viernes, 30 de enero de 2009

Jesús García y García de la generación del Club Zorros

Evocaciones al vuelo
La política perniciosa afectó a mi instrucción

Por J. Jesús García y García

En mi adolescencia yo no conocía —y estaba muy lejos de apreciarlas si las hubiera conocido— estas dos sentencias, anónima la primera y la otra de Paul Geraldy: “Guarda algún recuerdo de tu pasado; de lo contrario, ¿cómo comprobarás que no fue un sueño?”, y “Llegará un día en que nuestros recuerdos serán nuestra riqueza”.
Henchido estoy ahora de recuerdos (aunque también hay algunos que se me borraron de raíz). Optimistamente pienso que algunos tendrían cierto interés. Formaré aquí un conjunto de ellos, sin características de memorias literarias, ni completo ni ordenado, con el fin de compartir mis vivencias y, si se puede, descubrir, limitar e ir fijando los datos relevantes de la historia salvaterrense semi reciente, en busca de convertirlos en hechos evocables, y comenzar a descartar otros por no históricos o por superfluos. Además del recuerdo usaré, de ser necesario, referencias variadas en su naturaleza y procedencia, las cuales enmarquen mis relatos o sustancien mis posiciones. Los hechos “lejanos” pueden también aparecer en cuanto repercutieron directa o indirectamente en mi vida o dejaron huella importante en mis sentimientos.
Comenzaré con los avatares de mi educación primaria. Del 1 de diciembre de 1934 al 1 de diciembre de 1940 campearon en México las luces y sombras cardenistas. Luces tan intensas y perdurables como la expropiación petrolera y aquel modo inigualado e inigualable que tenía el general de llegar hasta los humildes y ganárselos... para bien o para mal; sombras tan tenebrosas como su acerbo fanatismo desfanatizador, de inspiración masónico-bolchevique, actitud a la que con gran insistencia él llamaba anticlericalismo, queriendo que se entendiera que no estaba en contra de la religión sino de los curas (otro día podríamos mis lectores y yo discutir cuál sería la diferencia, en caso de que la hubiera).
El arreglo llamado modus vivendi, concertado entre la Iglesia y el gobierno en 1929, no había marcado el fin de la persecución religiosa en México. Claro que antes, entonces y después, siempre que hubo que justificar atropellos, se afirmó que en México no había persecución religiosa sino una acción propia del gobierno para hacer que se cumplieran las leyes. Nada más que el principio de la persecución estaba, precisamente, en las leyes, impuestas a rajatabla, y de esto hay ejemplos a pasto.
Trasladando el conflicto al campo educativo, a principios de 1934 el gobierno impuso la reforma al artículo 3º. constitucional y éste quedó diciendo en su primer párrafo: “La educación que imparta el Estado será socialista y, además de excluir toda doctrina religiosa, combatirá el fanatismo y los prejuicios, para lo cual la escuela organizará sus enseñanzas y actividades en forma que permita crear en la juventud un concepto racional y exacto del universo y de la vida social”. Muchas interpretaciones podríamos dar al término socialista, pero en ese momento y en México sólo podía significar un preparado de lucha de clases en caldo anticlerical. Ahora bien, lo menos que puede decirse de tal educación socialista es que era incongruente dentro de un Estado no socialistamente estructurado (aunque a ello, seguramente, nos llevaban por el camino inverso). Y lo del concepto “racional y exacto del universo” era, a todas luces, una increíble pretensión. Los católicos no violentos organizaron emergentemente la resistencia pasiva, en tanto que los partidarios de la acción armada se ubicaron en una segunda etapa de la Cristiada. Tristes años. Escribe Genaro María González: “[...] tuvimos que esconder los libros de texto en las toscas bolsas de yute en que suele comprarse el recaudo en el mandado y dedicarnos a ser tránsfugas de casa en casa para ocultar nuestro amor a la libertad [...] los hogares se habilitaban en aulas, y cuando alguna ‘inspección’ caía sobre los improvisados colegios, la bandada de chiquillos escapaba siempre, por azoteas, por bardas, por predios vecinos, dejando burlados a los que querían imponer la educación sexo-socialista”. Porque, aclaro, también había ese matiz: de buenas a primeras la educación iba a ser mixta e iba a contener enseñanzas sexuales. Cuando terminó el sexenio de Cárdenas (fue el primer sexenio presidencial, ya no cuatrenio, de nuestra historia) casi íbamos “de salida” en lo que se refiere al problema de la educación persecutoria; pero los niños de las escuelas oficiales habían tenido tiempo de aprender el canto de la “Internacional”, de considerar la lucha de clases como un hecho inevitable y positivo, y de abrigar dudas respecto a las ideas religiosas que recibían en sus hogares.
Afectó mucho a la educación local aquello de la escuela obligatoria socialista. Casi todos los maestros varones fieles a su fe tuvieron que emigrar o, simplemente, dejar las actividades docentes. Recuerdo que tenían escuelas en casas particulares la señorita Chucha Martínez; la señorita María García Álvarez; una señorita Angelita, cuyo apellido olvidé, que estaba en la calle de Morelos; las Madres Guadalupanas, claro está; y, por supuesto, Cuquita Vera. Si hubo más escuelas escondidas las olvide o no me dí cuenta de ellas. Sucedía entre nosotros exactamente lo mismo que, respecto de otros ámbitos, cuenta Genaro María González en el párrafo que transcribí antes.
Debido a los pavores consiguientes, mi instrucción, lo mismo que la de muchos contemporáneos míos, siguió un curso notoriamente anormal. Yo, por angas o por mangas, no pude estar dos años seguidos en una misma escuela y acabé acreditando muy tardíamente la primaria, como se decía, “a título de suficiencia”.

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