jueves, 5 de febrero de 2009

Crónica de un acontecimiento luminoso en Salvatierra


Consuelo del mortal

Por J. Jesús García y García

Puesto a hacer reminiscencias, no puedo soslayar las relativas a los dos acontecimientos que juzgo prominentes en la Salvatierra del siglo XX. Ambos tienen por protagonista a la amada imagen de Nuestra Señora de la Luz.
Todo salvaterrense debería de conocer el siguiente detalle diferenciante para evitar cualquier sombra de confusión: existe la Madre Santísima de la Luz, imagen pictórica ejecutada al óleo, que data de principios del siglo XVIII, venerada en la ciudad de León, Gto., que vino de Sicilia, y, de otro lado, Nuestra Señora de la Luz —nombre que le adjudicó oficialmente el obispo don Juan de Ortega Montañés, cambiándole así la advocación que tenía de Nuestra Señora de la Otra Banda—, escultura de caña de maíz, seguramente de fines del siglo XVI, exclusiva de Salvatierra, y con una historia asombrosa que vale la pena conocer. Claro que la Virgen María es única, independientemente de las advocaciones con que la veneremos.
El primero de los grandes acontecimientos arriba sugeridos fue la coronación pontificia, el 24 de mayo de 1939, de Nuestra Señora de la Luz de Salvatierra.
El México de 1939 estaba presidido por Lázaro Cárdenas. La población nacional era de 18.5 millones de habitantes. El dólar se cotizaba entonces a $ 3.60. Los pesos eran grandotes, de plata ley 0.720. Pero como la plausible expropiación petrolera había sido el 18 de marzo de 1938, para 1939 estábamos en plena crisis económica a causa de las reclamaciones hechas por las 16 compañías extranjeras afectadas, las cuales lograron que se declarara un boicot al petróleo mexicano —y hasta a nuestra plata— en los mercados estadounidense, inglés y holandés, principalmente. Conmueve recordar que entonces el pueblo —me refiero al verdadero, no al acarreado— respondió maravillosamente a la situación, dando su respaldo al gobierno y haciéndole espontáneas entregas de modestísimos y sin embargo estimables bienes: animales domésticos, alcancías, alguna pequeña joya, etc. La guerra civil española tenía a Cárdenas alineado con los republicanos: les había enviado aviones, cartuchos y voluntarios; después, ya en 1939, acogió a muchos miles de refugiados. Afortunadamente serían abundantes, en verdad, los españoles que correspondieron adecuadamente a la hospitalidad de México.
El licenciado Rafael Rangel era el gobernador guanajuatense y el también abogado Rafael Murillo Moreno se desempeñaba como nuestro presidente municipal. La política de la entidad se escindía en “rojos” y “verdes”, grupos antagónicos que luchaban fieramente entre sí y que sólo se unían para las elecciones de presidente de la república. El municipio de Salvatierra tenía en 1939 una población total aproximada de 39,000 habitantes, casi por mitad entre hombres y mujeres. El 34% de esa población se consideraba urbana, es decir con algunos servicios fundamentales, y el 66% era enteramente rústica. Únicamente sabía leer y escribir el 25% de los que estaban en edad de ello. La población económicamente activa representaba sólo el 30%. El ramo de actividad preponderante era, lógicamente, la agricultura, pero había alguna importancia comercial y gozaba de salud la fábrica de hilados y tejidos “La Reforma”.
En nuestro año de marras apareció publicado, antes de la Coronación, el folleto Documentos históricos sobre la Sagrada Imagen de Nuestra Señora de la Luz, impreso en la Tipografía Moderna de don Manuel Caballero Villagómez; la compilación de los documentos, así como el agregado de apuntes históricos y notas biográficas de los párrocos de Salvatierra deben atribuirse al párroco don José Espinosa García. Por otra parte, impresa en la Tipografía Moderna (les gustaba el nombre) de don José Nieto Morales, en la ciudad de México, veía la luz el dos de mayo la desgraciadamente muy rústica edición de Guatzindeo-Salvatierra. Apuntes para una historia local civil y religiosa, reunidos y publicados por Melchor Vera. Ambas obras fueron fundamentales para el conocimiento de nuestra verdadera historia.
A nuestro pequeño mundo de afirmaciones y negaciones, fealdades y bellezas, órdenes y desórdenes, bajeces y sublimidades llegó un día un acontecimiento muy implorado: se iba a coronar a una Reina, y no una de mentirijillas, de temporada o con muy limitada soberanía, no, sino a una auténtica reina vitalicia y, además, sumamente popular. Recibía peticiones de millares y millares de vasallos cercanos y lejanos y les dispensaba sus favores generosamente. Nos arrodillábamos rendidamente ante ella, queríamos pasar bajo su manto, algunas personas se decían sus caballeros o bien sus damas. Tenía ya una corona impalpable e indestructible que le habíamos confeccionado con nuestras alabanzas, nuestros fervores, nuestras lágrimas y gratitudes. Ahora le queríamos dar una diadema tangible, adecuada al materialismo del que no podemos prescindir en nuestras vidas.
Para esto, de Morelia, donde se había ordenado sacerdote a fines de 1908, llegó en 1910 al pueblito llamado Vado de Aguilar, Mich., en términos de la foranía de Zacapu, un dinámico ministro a quien directamente se debió que aquella pequeña localidad subiera de categoría, para convertirse en Villa Jiménez. Se trataba del padre José Espinosa García, quien levantó allí considerablemente el culto a la Virgen de Guadalupe. Aún tenía a su cargo la vicaría de Villa Jiménez cuando empezó a interesarse vivamente en Nuestra Señora de la Luz de Salvatierra, al grado de que en 1925 lanzó por primera vez su idea de coronar a esta sagrada imagen. En 1929 el padre Espinosa fue designado vicario sustituto en Salvatierra, para cubrir las sucesivas ausencias del párroco titular don Rafael Lemus y del primer sustituto de éste, don Rafael Méndez. Espinosa fue nombrado párroco inamovible en abril de 1931 y, casi días después de esta designación, obtuvo promesa formal del arzobispo de Morelia de que se gestionaría la coronación pontificia. Quien conoció al señor Espinosa no podrá olvidarlo jamás. Había que oírlo predicar de una manera sabrosa los domingos en la misa mayor o de forma patética en la ceremonia de las Siete Palabras. Había que verlo arrastrando su sillita para ir a la nave del templo mientras oficiaba otro sacerdote y empezar a llamar a los reacios para confesarse. Cuando éstos se hacían los disimulados, el párroco decía, muy en alta voz: “A ti te digo, Fulano, ven para acá”. Y lo confesaba. La mayor gloria de su vida fue haber llevado a cabo la Coronación. Falleció en Guadalajara el 16 de septiembre de 1943. Trasladado su cadáver a Salvatierra, aquí recibió la sepultura.
Muchos y muy selectos asistentes de honor hubo para la ceremonia de 1939. Los prelados ejecutores de la coronación fueron el arzobispo de Morelia, don Leopoldo Ruiz y Flores, y el arzobispo de México, don Luis María Martínez y Rodríguez (el primero coronaría a la Virgen y el segundo al Niño). Se registró, asimismo, la visita de seis obispos más; de dos abades; de numerosos canónigos —don Federico Escobedo entre ellos—, unos formando comisiones capitulares y otros en forma aislada; y alrededor de 200 sacerdotes, entre religiosos y clérigos. Entre estos 200 andaban dos grandes amigos de la Virgen de la Luz, del señor Espinosa y de Salvatierra, a saber: el doctor Fernando Ruiz Solórzano, entonces Prosecretario de la Mitra de Morelia y más tarde arzobispo de Yucatán, el mismo que lleno de alborozo dio a nuestro párroco, el 20 de octubre de 1938, la noticia de que, por autorización del papa Pío XI, nuestra Chaparrita iba a ser coronada; y el otro, el carismático, inolvidable don José de Jesús Angulo del Valle y Navarro, para nosotros simplemente el “Padre misionero”, quien preparó eficientemente a la región para el referido acontecimiento, y quien más tarde sería obispo de Tabasco hasta el año de su muerte: 1966.
Completo día de fiesta fue aquel para Salvatierra. Hasta los tibios y los escépticos abandonaron por esa vez su postura, y el entusiasmo general de la población se volcó en el templo parroquial y en el frente de éste para presenciar la Coronación. Ayudó que ésta haya sido en el umbral mismo del templo para que tanto los de dentro como los de fuera pudieran verla, ya que en aquellas circunstancias no hubiera sido posible un acto más externo. Por allí, entre la multitud que estaba en la calle, un chiquillo de algo más de ocho años de edad, él y su madre terrenal —una madre totalmente fuera de serie que por atender al más pequeño de sus retoños renunció a irse más temprano para conseguir un lugar propicio— trataban de ver algo de la ceremonia, forzadamente ubicados a mucha distancia, en el jardín principal. Ella trataba de cargarlo para que pudiera ver y él hacía lo indecible para que ella pudiera elevarse un poco. Anhelaban que uno siquiera de ellos, no importaba cual, por sobre aquel mar de cabezas hiciera llegar su vista hasta la imagen. Finalmente nada vieron, pero todo lo sintieron y vibraron como el que más.







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