viernes, 20 de febrero de 2009

La sociedad civil salvaterrense organizada

A medio siglo XX, reacción salvaterrense contra el letargo

Por J. Jesús García y García

Voy a situarme en el bienio 1950-1951. Era presidente de la república el licenciado Miguel Alemán Valdés, primer gobernante no militar en muchísimos años. Y era gobernador de Guanajuato el licenciado José Aguilar y Maya, ex procurador general de justicia de la república, quien tuvo entre sus méritos el haber dado fin a la lucha fratricida que, dentro del PRI, sostenían los grupos conocidos como “los Verdes” y “los Rojos”. En tal bienio don Ramón Ruiz Argomedo fue nuestro presidente municipal. Era modestísimo, casi nulo, lo que el mandatario local podía hacer. No tengo el dato preciso, pero el presupuesto municipal de ingresos y egresos de Salvatierra para cada uno de esos dos años ascendía a por allí de los doscientos mil pesos, cifra ridícula, aun para aquellos tiempos. El mayor renglón de los ingresos era el impuesto a giros mercantiles e industriales, en un porcentaje aproximado de 30%, y en segundo lugar estaba el impuesto de degüello, con más o menos el 15%. El mayor ramo del egreso era, de costumbre, Policía (25%), seguido por Cárceles, que, tan horrorosas como eran, se llevaban de perdida el 10%. Para mejoras materiales se presupuestaba lo que buenamente se podía, quizás un 20% cuando más, pero no se respetaba lo proyectado porque, invariablemente, conforme avanzaba el año, se iban excediendo los gastos llamados diversos, con afectación se podría decir que automática a la partida de mejoras, independientemente de que existían los gastos apodados extraordinarios, que, con los mismos efectos, se elevaban estratosféricamente por razones obvias a causa de las elecciones de cualquier nivel, las cuales tenían lugar año tras año, rigurosamente escalonadas como ellas estaban. Algunos renglones del ingreso, concretamente aquellos que representaban una participación concedida por el gobierno federal, de tan irrisorios eran una verdadera vacilada.
Nuestro municipio tenía 49,146 habitantes, y la cabecera, sola, 13,243, el 52% mujeres. Tenía la demarcación un altísimo índice de analfabetismo, superior, según el VII Censo General de Población, al 40%. Nuestra población económicamente activa representaba el 30%. Los productos agrícolas del municipio eran los tradicionales: maíz, frijol, trigo y cacahuate; todavía nuestra superficie no era invadida por el sorgo. El salario mínimo en la ciudad era de $ 4.50, y de $ 2.80 en el campo.
Lo recordamos hoy con horror: bebíamos un extraño líquido de un color que tenía un incierto parecido con el café con leche o, quizás, con el chocolate. Era el agua del río, que muchos años antes se sujetaba a un proceso de cloración, pero en el tiempo a que nos estamos enfocando se “purificaba” (entre comillas y recomillas) únicamente con el paso del líquido por una pileta en la que, tres veces por semana (o puede que menos, ya no me acuerdo) se vaciaban algo así como veinte botes de cal viva, a la cual de vez en cuando se le daba una meneada. Con lo que alcanzaba a arrastrar de este precioso purificante, el agua iba a un tanque de almacenamiento y luego a las tuberías de distribución, las cuales rápidamente se azolvaban por la gran cantidad de sarro. No por nada las diarreas y enteritis eran la primera causa de defunción no sólo a nivel local sino estatal, con las neumonías a continuación. En muchísimas casas -no puedo decir que en la mayoría- teníamos un pesado filtro de piedra (“destiladera”, le llamábamos), al cual había que darle mantenimiento de limpieza frecuente porque el sarro cegaba todos los poros. Algunas familias consumían el agua de La Angostura, que compraban en los cántaros transportados por los “aguadores” sobre lomos de un borrico.
Supimos que el 1 de septiembre del 50 se llevó a cabo la primera transmisión formal de televisión en el país, difundiendo el cuarto informe de gobierno del presidente Alemán, pero la compra de receptores en la localidad tardó un poco en iniciarse y más en extenderse. Los primeros escasos televidentes salvaterrenses tenían a “El estudio de Pedro Vargas” entre sus programas favoritos.
En música popular casi estábamos al día. La radio y las sinfonolas nos actualizaban. El mambo permanecía como el ritmo bailable de moda. Nos solazábamos con las interpretaciones de Pedro Infante, que no declinaban; con la estimulante canción “Soy feliz”, en la voz sensacional de María Victoria, y, particularmente, con aquellas dos canciones de corte vernáculo compuestas por Rubén Méndez, que hicieron furor: “Cartas a Ufemia” (¿Alguien recuerda?: “A ver si a ésta si le das contestación, / Ufemia. / Del amor pa qué te escribo / y aquí queda como amigo / tu afectísimo y atento / y muy seguro servidor”), y luego “Pénjamo”, donde el esdrújulo se manejaba reiterativamente con matices que lo hacían parecer un exabrupto: “Que yo parecía de Pénjamo, / me dijo una de Cuerámaro. / ¡Voy, voy, pos hora!, / pos mire señora / que soy de Pénjamo; / lo habrá notado / por lo atravesado / que somos allá”.
Una de las diversiones predilectas de los jóvenes era ir de serenata (“salir de gallo”, decíamos más comúnmente). Para comenzar la audición pedíamos, de seguro, “Despierta” (siempre y cuando no estuviera uno anclado un poco más atrás y prefiriera “La rondalla”, de Alfonso Esparza Oteo, compositor que murió precisamente en 1950 dejándonos como herencia aquella cumbre de la canción romántica: “Un viejo amor”). Para proseguir elegíamos “Te traigo serenata” o “Mil violines” y, en razón de los matices que presentara la relación o pretensión amorosa o, de una vez, en razón de lo ardido que anduviéramos, allí estaban disponibles “La gloria eres tú”, “Sin un amor”, “Un siglo de ausencia”, “Usted”, “Condición”, “Cien años”, etcétera. Y, para terminar, era obligada “Buenas noches, mi amor”; todo en un estilo ecléctico muy bien logrado por aquel Trío Colonial de José y Ramón Arias y Norberto Rodríguez, de amplísimo repertorio.
Esperábamos -y llegó en el segundo semestre del 50- la película “Quinto patio”, con Emilio Tuero, basada en la canción homónima de Luis Alcaraz; y vimos aquella película “Memorias de un mexicano”, armada por Carmen Toscano con material producido por su padre, el ingeniero Salvador Toscano.
Volvamos al asunto del agua potable para que yo complete el cuadro. Este gran problema fue objeto de la especial atención de los
comités pro festejos del tercer centenario, y, a sus instancias, el gobierno federal había prometido la introducción del agua que, esa sí, tuviera la condición de potable. Muchos años se llevaron los trabajos de introducción, que en un principio se estuvieron posponiendo e, iniciados, a cada rato se suspendían. En nuestro bienio de referencia se perforaron dos pozos y se construyó un tanque de almacenamiento, pero la red de distribución no avanzaba con perjuicio de las calles. Nuestra ciudad era una lastimosa ruina: las calles estaban destrozadas, los jardines también, los servicios públicos estaban abandonados, en muchos sitios de la vía pública había charcos perennes de agua verdosa y maloliente... y, lo peor de todo, nadie decía nada. Un aislado valiente escribía: “Es cosa común en nuestro medio esperarlo todo de las autoridades. Somos un pueblo de pedigüeños incapaces de alzar un solo dedo para forjar, por nosotros mismos, el progreso en todos los órdenes de nuestra patria chica, o tan siquiera para que, unidos, exijamos a las autoridades el cumplimiento de sus obligaciones y coadyuvar con ellas para lograr la paz, la seguridad, la concordia y la unión, bases sobre las cuales se edifica el progreso de los pueblos”. Faltaba el acicate, el aguijón, la cuña de los medios de comunicación. Muy atrás había quedado el último intento más o menos durable y serio de periódico local, ANTENA, de los profesores José y José G. Baeza Campos, relevados al final por don Vicente España. Se palpaba la necesidad de grupos de presión, de organismos cohesionantes que promovieran o propiciaran acciones concertadas.
“Cacho más, cacho menos”, como se dice popularmente, confío en que habré podido meter al lector mentalmente en el ambiente y las circunstancias del bienio 1950-1951. Y aquí viene el meollo de esta noticia del pasado: hubo un día en que Salvatierra reaccionó, formó agrupaciones, se rebeló contra sus propias negligencias, se decidió a luchar contra un letargo que ya duraba décadas.
Abrieron el fuego -y no importa que su tendencia pareciera más piadosa que cívica- los Caballeros de Colón, una sociedad mutualista de hombres católicos, fundada en 1882 en New Haven, Conecticut, EUA, con el fin de promover un catolicismo práctico desarrollando obras educativas y de beneficencia social, incluso de ayuda financiera a las familias de los miembros mediante un programa de seguros. A los 19 días del mes de febrero de 1950, el H. Consejo Supremo de la Orden expidió la carta constitutiva para la legal instalación del Consejo Subordinado del Estado Mexicano con sede en Salvatierra, quedando registrado con el número 3276 y el nombre de “San Andrés de la Luz”. Se inscribieron como socios fundadores:

Manuel Aguilar Rosendo, José González Lezama, Carlos Almanza Nieto, Angel Guzmán Castro
Félix Almanza Nieto, José Herrera Campos
C.P. Enrique Ayala Carrillo, Carlos Nava Lara
Antonio Burgos Serrano, Eduardo Nava Lara
Luis Calderón Contreras, J. Jesús Nava Ortiz
Andrés Canchola López, Agustín Puente Morales
Lino Cardiel Zamudio, Dr. Cándido Luis Rico O.
Luis Castillo Pérez, J. Jesús Sancén Zúñiga
Ing. Fernando Coronado Adame, Aurelio Silis Rodríguez
Pbro. José María Chávez, Vicente Soriano Ambriz
Pbro. Gilberto Farfán Orozco, Vicente Soriano Vega
Francisco Franco Procel, Juan Toledo Espitia
Crescencio Gamiño Villafuerte, Antonio Vera Moreno
Lino García Garcilita, Manuel Zavala Flores

Los principales promotores de la fundación fueron el señor Aurelio Silis, primer Gran Caballero de este nuevo Consejo, y el padre Gilberto Farfán, a quien le correspondió ser el primer Capellán. El nombre adoptado de “San Andrés de la Luz” fue una composición con los nombres de los patrones de esta ciudad, señor san Andrés y la Virgen Santísima de la Luz, bajo cuyo patrocinio y amparo se puso el grupo.
Y siguió la reanimación cívica. El Club Internacional de Leones es una organización mundial de servicio, formada por hombres de negocios y profesionales, fundada en 1917, con cuartel general en Oak Brook, Ill., EUA, que no hace mucho andaba cerca de los dos millones de miembros en todo el mundo. Finalizaban los años cuarentas cuando el ingeniero J. Jesús Sancén Rosas, más conocido por sus amigos como “Cholai”, quien radicaba entonces en Abasolo Gto. y era miembro del Club de Leones de aquel lugar, se percató, en un problema en particular, de cuánta solidaridad se daba al interior de la institución mencionada, y desde entonces promovió, hasta lograrla, la fundación de una filial de ese organismo internacional en nuestra Salvatierra, que pasó a formar parte del Distrito B-5. En mayo de 1951 quedaron inscritos como miembros fundadores los siguientes señores:

Ing. Juan Acosta Moctezuma, J. Jesús Maldonado López
Manuel Aguilar Rosendo, Francisco Merino Rábago
José de Aguinaga Guerrero, Luis Narváez Porto
Rafael Albarrán Serrano, Eduardo Nava Lara
Manuel Caballero Domínguez, Ricardo Ojeda López
Ing. Bernardo Cartas Díaz, Salvador Ortiz Vega
José Castro Maldonado, Ramón Ruiz Argomedo
Ing. Fernando Coronado Adame, Arturo Sancén Rosas
Salvador Correa, M. Aurelio Tapia Maldonado
Lic. Mariano Gállego Márquez, Alfonso Trillo García
J. Jesús García Pérez, José Velarde Ruiz
Antonio Gutiérrez P.

Pero faltaba la sal y pimienta y, a la mitad del mismo mayo de 1951, cinco provincianistas fundaron el Club “Zorros”, del cual se hablará en extenso más adelante.
La aparición de los tres organismos hasta aquí mencionados dio lugar a que se formaran varios más. Mención muy especial merece el Club Ciclista “Aguilas”, de los señores Isidro Castro Rosas y Francisco Castro Córdoba, que, no obstante sus propósitos primordialmente deportivos, tuvo importantes iniciativas, la fundación de la Cruz Roja entre ellas. Otros organismos fundados en 1950-1951 o poco después y que dieron señales de vida fecunda, fueron el Club Orquídeas, el Club Unión, el Club Zapopan y el Club Goretti.
Los Zorros pronto sacaron su periodiquito “El Zorro”, que, en su primera época, constaba de cuatro páginas y llegó después a ocho. Éste fue un órgano informativo y de opinión muy combativo, que lanzaba puyas a todos lados y que, aun cometiendo algunos excesos, contribuyó en aquel momento a formar una conciencia crítica con predominante idea constructiva. El mismo club se dio a la tarea de estudiar la historia local y homenajear a salvaterrenses beneméritos, muertos o vivos, para ejemplo de las nuevas generaciones.

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