martes, 22 de julio de 2008

Salvatierra, la Atenas del Bajío, por Jesús Guisa y Azevedo

EL PADRE ESCOBEDO, HOMBRE DE ESTA NUESTRA TIERRA.

Por el doctor Jesús Guisa y Azevedo, representante oficial de la Academia Mexicana, en el homenaje que la Corresponsalía del Seminario de Cultura Mexicana de Salvatierra, efectúo el 7 de febrero de 1974, con motivo del primer centenario del natalicio del señor canónigo don Federico Escobedo y Tinoco.


Federico Escobedo Tinoco

    Muchas veces y con atención de gran advertencia habrá el salvaterrense que considerar el caso éste, de ser el ilustre padre don Federico Escobedo de aquí, de nuestra ciudad. El feliz concierto de una vida, la suya, en todas sus manifestaciones, en todos esos movimientos salidos de su entraña y de su raíz de hombre, un algo y, para ser exactos y precisos, de un mucho, tiene de ese ambiente nuestro, del «gigantesco Culiacán«, como él le llama, de nuestros contornos, del verde de nuestras praderas, de los frutales promisorios plantados por la mano amiga de los carmelitas, del siempre florecido valle, del impetuoso Lerma y, para decirlo todo de una vez, de la dádiva, de la prodigalidad continuamente renovada, con que nos obsequia nuestra tierra. De niño resonó en sus oídos el retumbante y multiplicado eco de ese domesticado, civilizado, río nuestro, que rugiente se quiebra en El Salto, como para darnos aviso de su presencia fecundante, de su frescura comunicativa, de sus asiduos golpes, de gravedad insistente, generadora de fuerza motriz y de una prefiguración de esa luz con que, por designio de lo Alto, tenemos todos nosotros en la vocación de identificarnos, gracias a los efluvios, refulgentes de amor, cuyo foco, no solo inextinguible, sino que cada vez más brillante tenemos en la Madre de Dios, Patrona de Salvatierra.

    El padre Escobedo es un ejemplo, producto acabado, por otra parte, de una armonía entre el individuo y su medio. 

    Habría de ser, fiel a esa armonía, que él trabajó, asido, con el consciente alborozo de un niño grande, a las bellezas naturales de esa escogida comarca, como un poeta, un gran poeta. Esparcidor de luz, dador de bellezas, presuroso de acercarnos a la verdad, nos introduce a los clásicos de la antigüedad. Es Grecia y es Roma, las enseñanzas de sus grandes escritores, la penetrante agudeza de sus artistas, los sabios coloquios de sus oradores políticos, los juegos de sus atletas y, sobre todo, las válidas reflexiones acerca de la miseria y, de la grandeza del hombre, que todos ellos pusieron de manifiesto, lo que nos dió a conocer el gran humanista, como lo fue, el padre Escobedo. Recogió en su memoria los dichos y los hechos de griegos y romanos; hizo depósito de sus hazañas y de sus torpezas; guardó y conservó sus aciertos literarios y, docto en la lengua de unos y de otros, le dió lustre a la nuestra, y fue hombre de consumada elegancia en el decir.

    Y Salvatierra, su suelo, el marco de la ciudad, sus horizontes, su cielo, su agua, ávida de ir a los campos, el verdor, de variados matices, primaveral todo el año, y la suave blancura de una luz que vemos con los ojos de la fe, fueron el asiento, el escenario, el estímulo de una vida, la del padre Escobedo. Y él, regalo, delicia, orgullo nuestro, nos convida e insta, nos incita y estimula, nos inclina y convoca a seguir su ejemplo, a repetir, y, aún mejorar, sus experiencias. Si el fue humanista cumplido y dió luz a la inteligencia, cualquiera de nosotros y los mismos niños que nacen hoy, un siglo después de su nacimiento de él, pueden, y deben imitarlo. Él respondió al empuje del medio, éste, de concertadas grandezas naturales, de solicitudes premiosas y, aún tiempo, amistosas para manifestar en nuestra actividad una armonía humana, traslado de la armonía que nos rodea.

    Se complacía en dar a conocer la belleza de expresión, y de contenido, de sus queridos autores griegos y romanos. De Simónides, cantor de las proezas de Leónidas, nos traducía este pasaje; «De los que perecieron en las Termópilas, ilustre es su suerte y glorioso su destino. Para ellos, no ha de haber tumbas, sino altares; ni lágrimas, sino himnos; ni lamentaciones, sino elogios. Esto será un monumento que la herrumbre y el tiempo destructor de todo no abatirán jamás«.

    Al hablarnos de Heródoto, el padre de la historia, nos decía que, aunque sin la solidez científica y el patetismo de sus continuadores, tenia una naturalidad inimitable y una gracia de estilo por ningún escritor alcanzada.

    La madurez, la precisión, la nobleza, la fuerza de convicción y la elegancia, tenemos, hoy como siempre, que buscarlas en Grecia, todavía con más amplitud, y, por tanto, con mayor gozo que en Roma. En una y otra parte encontramos el heroísmo razonado, por esto mismo más admirable, en la piedad sincera, la generosidad y la disciplina. 
    
    La armonía, la paz, el bienestar, la modestia, la áurea mediócritas, la mediocridad dorada, de que hablaría Horacio, fueron un descubrimiento de estos hombres, señaladamente de Sócrates, de Aristóteles que nos lleva a la Causa Primera, al Primer Motor, que nosotros llamamos Dios. Maestro de santo Tomas, y perfeccionado por éste, sigue siendo el padre intelectual de Occidente.

    En política los griegos y los romanos nos enseñaron a tratar en público, y mediante una discusión libre, todos los asuntos de interés común. «No, atenienses, traducía el padre Escobedo a Demóstenes, la injusticia, la perfidia, la mentira, nunca han fundado nada sólido. Un gobierno de esa índole puede durar unos instantes, tener brillo falso y aplausos de paniaguados y hacer promesas; pero pronto el vicio salta a la vista y todo se desbarata. Una casa no vale sino por sus cimientos, un navío por su quilla. Las acciones humanas tienen necesidad de alimentarse de la verdad y de la justicia. Y esto es lo que le falta a la policía de Pilpo«.

    La antigüedad clásica nos deja un legado que consiste en el cultivo de la razón, en el esplendor de la belleza, en la fuerza acompañada de la gracia, esto en los juegos atléticos, y en el derecho, esto en las relaciones cívicas y en las de nación a nación. El ideal Humano es la medida y la armonía: De aquí la consecuencia obligada del horror al caos, y la adhesión al orden.

    Gran humanista, hay que repetirlo, fue el padre Escobedo; pero, cristiano, sacerdote, poeta, y, primero que todo esto, salvaterrense del río Lerma, del cerro del Culiacán, de las guayabas olorosas, de los cacahuates sápidos, de las manzanas de cristal, de las hortalizas jugosas, y, ante todas las cosas, de la Virgen de la Luz, fue cumplidamente, grácilmente, poéticamente, un firme expositor de la magnificencia divina, de la excelencia grande en sus dones, manifiestos en la Naturaleza, --recordemos la Rusticatio Mexicana de Landívar, vertida por él al castellano--, y activos reflejo del amor divino, en el corazón de cada uno de nosotros.

    Al orden natural, al apego a la razón, a la penetración en la hondura del hombre, a esa exaltación de la inteligencia y al descubrimiento de la belleza, cosas todas herencias de Grecia y Roma, el padre Escobedo, llevado y movido por su clara conciencia de cristiano cabal y de hombre de Iglesia, agregó su luz de salvaterrense, hijo de la Virgen, y su luz de armonía con Dios.

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