viernes, 9 de octubre de 2009

Infancia por Pascual Zárate


Ese día por la madrugada el ruido al abrir alguien la puerta donde desde hacía poco dormía solo, interrunpió brusco mi sueño. Continué fingiendo dormir. Pasaron una mano entre mis revueltos cabellos a modo de caricia, al mismo tiempo que su voz suave se dejaba oir. La reconocí de inmediato, Rocío. El frío y una luz en el pasillo, la oscuridad del dielo repleto de estrellas, me dieron la extraña sensación de estar conociendo, hasta hoy, alguno nuevo del día.
La noté seria, como si antes de venir llorara. Busco la ropa para ayudarme a vestir. La penumbra del cuarto, el reflejo de la parte escasamente iluminada de su rostro (tenía Rocío años, 7 más que yo), todo ello absorbía mi atención impidiendo que se me ocurriera preguntarle a dónde iríamos.
Bajamos callados, me apretaba tenuemente la mano. Llegamos a la puerta grande, al umbral de la casa. Ahí nos encontramos con los demás miembros de la familia, excepto a nuestros progenitores.
Subimos despacio, poseídos de una pesadumbre modorra, al automóvil. Arrancó. Entre el musitar apenas perceptible de Blanca y Bertha, aparecía intermitente el gruñido del viejo chofer que resistía valiente el sueño que lo afligía.
La carretera despejada, desierta. El sol amarillento tibiaba la mañana. Abandonadas las tierras de cultivo por esa época del año. El monótono rum rum del motor acabó de hundirme en un plácido sueño.
En la pequeña sala de recepción entramos en tropel. la esperanza, oculta en el silencio del sanatorio, acabó con la poca tranquilidad que aún poseía. Blanca, como si ya antes hubiera venido, nos guió hacia un estrecho pasillo. Al cbo del encerado corredor surgió, de pronto, de espaldas a los tragaluces, la figura cansada de Papá caminando lento a recibirnos. Con una voz ronca, apagada, nos dijo que era conveniente, antes de entrar con Mamá, que fuésemos a la capilla del sanatorio.
En la pequeña capilla, hincado, tratando de rezar lo entendí todo. Vi las vitrinas adornadas de santos. Al oír chocar contra una banca, sobresaltados volteamos todos, descubrimos al sacerdote apoyado sobre un respaldo, mirándonos apenado. Nos venía a reconfortar. Mas su presencia dió la dolorosa señal de no abrigar falsas esperanzas en la deseada recuperación de Mamá. A las palabras del sacerdote, Blanca y bertha contestaban con un lacónico: si Padre. Entró sonando los tacones una enfermera a avisarle al fúnebre sacerdote que podíamos pasar a la pieza de Mamá, se retiróa desayunar él.
El cuarto tenía una ventana de buen tamaño que permitía asomarse al jardín. Entre el pasto verde unos viejos pinos se alzaban robustos, se esparcían simétricamente muchas rosas blancas entre el césped de intenso verde, el baño de rocío les daba una deliciosa frescura.
Mientras tanto la desoladora despedida de Mamá comenzaba adentro, Blanca inició, siendo Papá, al no tener lucidez mental Mamá, quien presentara a sus hijos.
Esperaba intranquilo y asustado el turno para hablarle, mas cuando llegó, fue preciso que me dieran un ligero empujón. Me acerque temeroso y le dí un tierno beso. Me habló quedo: "Portate bien para que no te pegue mucho tu Papá". Me retiré cabizbajo de su lado. transcurrieron unos minutos que llenamos con postreras esperanzas y luego sobrevino la que sería la última crisis,. Presencié angustiado sus dolorosas convulsiones. Por fin se hizo la calma, Mamá murió.
La enfermera que estaba a su lado, titubeó para cerrarle sus queridos ojos, antes nos miró compadecida, no salíamos aún de nuestro asombro.
Delicadamente se los cerró y entonces Blanca rompió a llorar desconsolada, le siguieron instantáneamente los demas de la familia.
Me subí a los pies de la cama donde yacía Mamá. La palidez de su inmóvil semblante era intenso. Bajé de la cama escuchando triste el llanto, me dirigí hacia la ventana y al pasar por donde Papá estaba, noté resbalarle por las mejillas gruesas lágrimas en silencio. Ahí, en la ventana, me quedé largo rato contemplando las pálidas rosas blancas.

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