jueves, 9 de diciembre de 2010

La anécdota literaria e histórica

HISTORIA SALVATERRENSE: AÑADIDURAS Y RECONSIDERACIONES

De Largo a Largo

Por J. Jesús García y García
La historia —todos lo sabemos— no desdeña la anécdota. Ésta, en cuanto relato breve y a menudo divertido de un hecho curioso, poco o nada divulgado, puede hacer contribuciones subsidiarias a la historia, o, cuando menos, pone en ella chispazos de entretenimiento al par que proporciona indicios de costumbres y personalidades. La anécdota, en la función que llevo referida, puede narrar hechos difícilmente comprobables o no comprobables en absoluto, pero ellos no deben carecer de cierta base de verosimilitud.
Por ejemplo, no es real el “Largo” Ayala que nos viene presentando alguna anécdota más o menos recientemente formulada, porque mezcla su persona y sus acciones con las de otro paisano del mismo apodo y lo pone en acciones incompatibles entre sí. Es que hubo dos “Largos”: Joaquín Ayala (tío de los hermanos contadores Enrique y Guillermo Ayala Carrillo, a quienes muchos de nosotros conocimos), el que sirvió a un cuerpo revolucionario en el empleo de pagador, y “Pancho el Largo”, tablajero, magistral jinete y certero disparador de pistola.
He aquí mis razones para no admitir la fusión de dos “Largos” en uno:
Como casi todo el mundo, yo apenas si tengo noción de en qué momento de mi niñez empecé a almacenar en mi cerebro recuerdos más o menos estructurados y coherentes. Uno de los más añejos que conservo es el del relato que se hacía en mi casa de un hecho que poco después se convertiría en lugar común de las películas de Gary Cooper y John Waine: el duelo a balazos, premeditado. En Salvatierra hubo uno de esos espectaculares duelos en la céntrica calle de Zavala (Zaragoza), casi esquina con Juárez, entre “Pancho el Largo” y un gendarme del que se perdió el nombre. Los protagonistas “ya se traían”. Quizás el gendarme andaba tras la gloria que le daría el matar al disparador más rápido de estos contornos. El desenlace fue que ambos quedaron muertos. De “Pancho el Largo” no retuve el apellido. Me dijeron que había sido compadre de mi papá y que casi se habían ligado tres sucesos que suscitaban mi interés: el duelo que digo, la muerte de mi padre y mi nacimiento, los dos últimos sobrevenidos en 1930, mientras que el desafío de marras habría ocurrido no recuerdo si en 1928 o también en el 30.
Es muy probable que el “Largo Ayala” haya debido su apodo a la figura que hacía con un capote militar con el que se cubría a menudo, muy largo, que le llegaba hasta el talón. O tal vez lo llamarían así porque sus relatos parecieran muy exagerados; se usaba mucho en la primera mitad del siglo XX la expresión: “¡No seas ‘largo’!”, para censurar el habla hiperbólica. Don Joaquín Ayala, que tal era su nombre, debe haber muerto en los cincuentas. Yo lo traté cuando trabajábamos ambos para el Gobierno del Estado, él en el Registro Civil y yo en la Oficina de Rentas: mis compañeros y yo lo tuteábamos, lo hacíamos blanco de bromas, y él contestaba, como es natural, de forma agria. Bebía con algún exceso. Se le atribuye aquella “travesura” de haberse sentado en un confesonario de la parroquia de la Luz y haber recibido la confesión de una señora que, al darse cuenta de que no era el sacerdote, lo amenazó con acusarlo ante el párroco, a lo que don Joaquín replicó que en tal caso él contaría al esposo de la señora las culpas que ésta había declarado.
Como podemos deducir, las anécdotas, al par que revelan una caracterología ya remota, también alimentan a la picaresca local. Lo que aquí se pretende es aclarar que hubo dos “Largos”, con sus muy particulares características, en contra de lo que afirman algunas versiones.

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