Templo del Señor de la Salud.
Urireo, municipio de Salvatierra.
Por Pascual Zárate Avila
Informantes: Jesús Ávila Beltrán
Silvia Tamayo
Moisés Ruiz Rocha
El comercio en la plaza principal de Urireo, Gto. |
La fiesta tenía un fuerte sentido religioso, iniciaba con la preparación de niñas y niños un mes y medio antes, con clases de catecismo, que se impartía de 5 a 7 todas las tardes. Con la preparación se le daba significado a la fiesta como parte de la evangelización, "significándola como un acercamiento a Nuestra Madre Santísima de la Asunción, que siempre está intercediendo por nosotros, para tomar a la fiesta como una invitación a una reconciliación con todos, con todas, para que sea una fiesta dentro de nosotros mismos, una alegría en mí misma y para compartirla con todos los demás". Así nos lo expresó Silvia Tamayo, ella sirve voluntariamente, un día a la semana, en la secretaría del templo parroquial de Urireo.
Con esta inspiración, los niños y niñas de Urireo se preparaban desde entonces, para las primeras comuniones, que aún se realizan de manera comunitaria. Y antes era, también, para participar en las peregrinaciones que se hacían por edades. A las niñas y niños los vestían de azul y blanco, les daban una vela, y partían en procesión desde la esquina de don Luis, en la calle Hidalgo, al templo, para asistir a misa de siete.
En el llamado quincenario se repartía, para cada día, a la población por edades, y así les tocaba asistir a la peregrinación. Un día señoritas, otro, señoras, al otro los señores, y así hasta el día catorce, que asistían todos los barrios juntos, presentando un símbolo de la liturgia católica, realizado con las artesanías de miniatura entregadas por el padre, cada vez que habían comulgado dentro de las misas del quincenario.
La organización de las peregrinaciones representaba, una tarea de sociabilización entre todas las personas de la misma edad, que regularmente viven en barrios distintos.
En la peregrinación, por ejemplo, ahí se juntaban las señoritas de todo el pueblo, a quienes una coordinadora les avisaba qué día les tocaba, y les colectaba la cooperación para el arreglo del templo, los cuetes y, ocasionalmente, para una banda de viento que las acompañara.
Cada barrio designaba una persona, ésta pasaba a las casas, durante el quincenario, pidiéndoles las artesanías de miniatura, las que el sacerdote les hubiera entregado cuando comulgaron, para hacer una gran escultura con un símbolo litúrgico: una hostia, un cáliz, un Cristo, una Virgen. Las artesanías eran de palma, popotillo o popote con figuritas de estrellas, palomitas o abanicos.
Estas esculturas eran presentadas, cada barrio la suya, en la peregrinación del día catorce, que era el día de la convivencia entre todas las familias, de todos los barrios de Urireo, que al salir de misa, disfrutaban de la música del jardín, los juegos del volantín y cenaban.
Por la noche, la víspera del día quince de agosto, las mujeres hacían un pan tradicional, éste era amasado la víspera para llevar a cocer en el barrio de la Palma, donde había un horno grande, que se alquilaba esa noche. Por la cantidad de señoras que llevaban masa a hornear, la fila duraba hasta la madrugada, por lo que las mujeres se tenían que armar de paciencia, platicaban muy vivamente.
El pan que elaboraban, es el de media luna, al que se le esparce azúcar glass pintada de rojo. Para ellas, ese pan es algo semejante a los labios humanos, colorados y carnosos, por ello lo bautizaron como picarito, es decir, piquito, boquita, besito, picaro, picarito. El pan es, entonces, símbolo de caricia, de amistad, con ese sentido lo regalaban las mujeres a sus invitados.
En la noche del catorce, alzaban un techo de zoromuta o zacate, para ubicar ahí a las bandas durante el día quince. Llegaban las bandas de distintos rumbos: de Santo Tomás, Zirahúen o Tingambato, lo hacían regularmente a las cuatro de la mañana.
A las cinco, empezaba el rosario de aurora a la Virgen, ya para esa hora estaba terminado de su preparación los panes, la carne para el mole, las tortillas, las gorditas de trigo quebrado, de garbanzo o la sopa de arroz con jitomate. En las primeras horas de la madrugada, en el Urireo antiguo, se esparcia un aroma a leña, a guisos y a pan cosido. Al medio día, el colorido era muy bonito, con el rosa de la sopa, el colorado de los pícaros, el rojo del mole, y el blanco de las tortillas.
A las seis de la mañana, era la primera misa, que al terminar daba inicio a la alborada, una marcha por las calles de Urireo, una multitud de personas acompañandas de las bandas de viento. También, iban mojigangas para despertar a los chiquillos. En las casas, los vecinos, esperaban al contingente para regalarle ponche y vino.
A las ocho, era la misa de las primeras comuniones, con una alborozada participación de niños y niñas estrenando zapatos, velas, misales, rosarios y vestidos blancos.
Llegaban vendedores de feria de Michoacán y del Estado de México, ellos traían artesanía de madera: carritos de circo con jaulas, trenes con vagones, bomberos, boxeadores, pistolas de "pericos"; de cartón: muñecas, caballitos de carrizo, máscaras de coyote, espadas y cascos de centurión y; de lámina: cornetitas, silbatos, mariposas y carritos, todo muy barato.
A las doce del día, la misa solemne. Una misa concelebrada con la asistencia del arzobispo, o del obispo, o del vicario, en un templo especialmente adornado con flores multicolores. Esa comida era la más tradicional de Urireo, donde se ofrecían los mejores guisos, y tortillas, preparadas por las más reconocidas cocineras.
A la media mañana, ya algunos señores se iban a Salvatierra con sus caballos y burros, a traer a sus invitados a comer en sus casas de Urireo. La tradición mandaba que, el punto de reunión, fuera en el Portal de la Columna. Los salvaterrenses se iban a comer a los cerritos del Calvario, al del Pitayal o al de la Crucita. Desde ahí, la diversión era ver a todos los que montaban a caballo en el campo de beisbol, que eran niños y muchachas, sobre todo.
En la tarde, los jóvenes daban vueltas en la plaza, los muchachos les regalaban a las muchachas monitas de cartón o, simplemente, las jalaban con manitas de hule para platicar. La lluvia siempre hacía su aparición, pero la gente, aún hoy, sigue haciendo lo que esté realizando, sin fijarse en que se está mojando.
En la tarde, empezaba la misa de las seis y, al salir, el ambiente estaba muy animado con la música de las bandas de viento, las silbatinas y trompetillas de los niños, los romances en ciernes, las familias cenando, las niñas en los volantines, y con algunos vecinos, que ya borrachos, descomponían el cuadro de alegría. Así era la fiesta del quince de agosto en Urireo, fecha en la que, desde épocas coloniales, la muy noble y leal ciudad de San Andrés de Salvatierra quedaba desierta en sus calles.
Paisajes de Salvatierra.
por Jesús Guisa y Azevedo.
evista San Andrés.
1960.
El quince de agosto en Urireo... Tiempo de lluvias copiosas y constantes, de caminos intransitables, por lodosos, en frecuentes tramos, por inundados en las partes llanas, por resbaladizos a todo su largo y a su ancho. Las cabalgaduras y borricos se hundían en el fango y rozaban con sus panzas el barro pegajoso. En aquellos venturosos años de principios de siglo montar, en jumento o en caballo, costaba, para ir, del portal de la Columna, o de las Ardillas, al pueblo de Urireo, y pese a la dilación con que se hacía el viaje, diez, quince o veinticinco centavos. Todo el pueblo, y muchos a pie, y de entre éstos, muchos niños, se volcaba en el camino. Las mismas mozas del partido, exhibían sus caras pintarrajeadas, sentadas, y muy dicharacheras, sobre los lomos de sendos pollinos remisos. Visitábamos al Señor y, después de encomendarnos a su misericordia, comprábamos las golosinas que, mil vendedores, ponían al alcance de nuestra mano, excitando la codicia de nuestro apetito. A la hora de comer, rodeábamos las olorosas cazuelas de mole con que regalaban el olfato, y el paladar, las buenas cocineras de la época, las señoras Tránsito de entonces. Los pícaros, es un pan cuya sabrosura es el secreto de los panaderos de Urireo. Y en toda la comarca no había unas tortillas de maíz ni más blancas, ni más delgadas, ni más bien cocidas que éstas, de las tortilleras urirenses. Las doncellas de Salvatierra y los mancebos, ataviadas a la rústica ellas, gentiles y llenas de donaire, y ellos en disposición gallarda, alegres unas y otros, con la alegría de la juventud, y de una juventud sana, sencilla y confiada, hacían de Urireo la fiesta más sonada del año. Y aún había la nota roja. Eran los borrachos, rijosos por el humo del alcohol y que, apaleados por la policía de entonces, que era tan salvaje como la de ahora, volvían al pueblo, al que entraban por media calle cubiertos de sangre, a veces amarrados, vomitando injurias que dejaban de oírse, no por los garrotazos con que se empeñaban en callarlas los genízaros, sino porque los que las proferían entraban a empellones y puntapiés en la cárcel de la ciudad, esa cárcel por cuyo frente nadie es osado de pasar, que, si lo es, es retirado airadamente a culatazos...
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