jueves, 30 de noviembre de 2023

Geórgicas Mexicanas de Federico Escobedo (Libro seis, los castores; transcripción)

Geórgicas Mexicanas de Federico Escobedo

                        por la transcripción Pascual Zárate Avila 

LIBRO SEXTO

DE LA RUSTICATIO MEXICANA

LOS CASTORES


Quid moror astutos telis invadere Fibros
Ac varios animo gentis versare labores,
Ingeniumque sagax, atque aooida muris,
Delicias nemorum, ripaequeea undantis honorem? ....

    ¿Por qué tardo en batir con voladores 
dardos a los castores 
astutos, y en mi mente 
no a repasar me pongo las labores 
y el ingenio sagaz de aquesta gente 
que sus casas construyen con pericia, 
ciñéndolas en torno 
de altos muros, que forman la delicia 
de los bosques, y adorno 
dan y prez verdadera 
a la undívaga, placida ribera? 

    Dictina poderosa: 
tú, en quien es ya costumbre por la umbrosa 
selva y abiertos llanos 
agitar con saeta poderosa 
a los castores que huyen; los arcanos 
de esta grey industriosa 
dígnate descubridme, pormenores 
dándome del trabajo en que se emplean, 
y de la fuerza y dote superiores 
que en sus cuerpos minúsculos campean. 

    Y los que vulnerados 
cayeren por mis flechas; yo, de hinojos, 
los dejaré en tus aras inmolados, 
ofreciéndote de ellos los despojos. 

    Poderosa la América, en añosas 
selvas guarda y encueva 
(por la parte en que curva hacia las Osas 
frígidas de cerviz, España-Nueva) 
a la banda temida 
de numerosas fieras, que seguro 
asilo hallan y fincan su guarida 
en el silencio del boscaje oscuro. 

    De entre las muchedumbres 
feroces que allí encuentran acogida, 
destacase el Castor, muy afamado 
por su genio sutil, y, en sus costumbres, 
ser prudente en extremo y reservado; 
habiéndole cabido 
la suerte de mostrar enriquecido 
de amplios dones el cuerpo afeminado. 
El cuerpo que presenta 
lleno de robustez, bien mensurado 
de palmos tres la cuenta 
no excede en longitud; y circundado 
se ve por doble hilera 
de copiosa, flexible cabellera; 
bajo de cuyas blondas 
guedejas, que se escapan de la dura 
piel castoreña en desatadas ondas, 
si oculta reservado 
(de un pulgar no excediendo lo mensura) 
un vellón, en extremo delicado 
y de precio tan grande, que fulgura 
en la sien de los reyes colocado; 
y tan suave el tocarlo, que la seda 
más fina, ante él avergonzada queda. 

    Lleva en alto cuadrada y bien pareja 
la cerveza el Castor, muy diminutos 
los ojos; y la oreja 
tan exigua, que, cuando se clausura, 
con propiedad semeja 
de un círculo pequeño la figura. 

    A las fauces mordientes 
arma de largo y filosos dientes, 
con los cuales tritura 
los viejos robles de la selva obscura; 
y con mordidas fieras, 
después de derribarlas de su altura, 
acosa, sin piedad, a las palmeras. 

    Tras de esto, a los livianos 
castores proteger quiso Natura, 
con adornar las palmas de sus manos 
con digital y fina curvatura; 
y a los dedos pulidos 
amparados dejar y defendidos 
de uñas corvas mediante la armadura; 
doble arma de que usan los castores 
para cuidar sus múltiples labores. 

    Quiso, empero, Natura 
de aquellos a las plantas 
de forma conceder nuevos favores, 
tras tantos dones y finezas tantas; 
porque los torneados 
dedos, de que el Castor tanto se ufana, 
dejó los bien ligados 
con la fuerza tenaz de una membrana; 
porque pueda, con bríos, 
el cuadrúpedo audaz dejar burlados 
los anchurosos ríos, 
y del lago los senos azulados. 

    Después, que se detenga 
la tubista en contemplar en embebecida 
la cauda del Castor muy rara y luenga; 
cauda que se derrama 
por todas partes, y que está vestida 
de resistente y numerosa escama, 
y, por demás, henchida 
siempre de aceite que saluda salud procura, 
y del sudor que suelta la grosura; 
(a la que da el Castor, dentro del vientre, 
en bolsillos cerrados sepultura; 
y peritos doctores 
apellidan: "aceite de castores"); 
con que pueda oponerse la prolija 
cauda de la humedad a los rigores. 

    Empero, aunque cobija 
su cuerpo este animal con ropa impura, 
y parece --mirándolo con fija 
atención-- de muy rara catadura; 
con todo, afortunado 
anduvo azas, pues próvida Natura 
lo convirtió en dechado 
de sencillez y placida dulzura. 

    Y es así la verdad; pues no con diente 
feroz llama a luchar a sus legiones, 
que han provocado con su rabia ardiente 
ataques de enemigos escuadrones; 
ni frágil, atraída 
la bestia por el ansia desmedida 
de terrenales dones, 
da en su medroso corazón cabida 
a afanes que desvelan e ilusiones. 
Ni la mueven tampoco, 
de ira y odio rastreras las pasiones, 
no siendo de furor su vientre foco; 
ni de venganza fiera el enconado 
aliento la envenena; 
y no la agita congojosa pena, 
ni la perturba torcedor cuidado. 

    Empero, si el precioso 
dón de su libertad amenazado 
contemplaré el Castor; 
ni el poderoso esfuerzo de un coloso 
lo podrá derribar; y si ligado 
quedare, al fin por vínculo de acero, 
o por fuerza se viere prisionero 
dentro de estrecha jaula; apresurado, 
y herido el corazón de aguda pena, 
angustiarse; y con triste,
sollozante y clamó la jaula llena. 
Y ni un punto desiste 
de seguir derramando acerbo llanto, 
y mostrar con gemidos de amargura 
su dolor; hasta tanto
que, rota de su cárcel la clausura, 
ya libre de quebranto,
vuelve otra vez del monte a la espesura. 

    Mas, también, admirada
debe por ti de ser esta costumbre 
que a la grey castoreña mucho agrada, 
y es de ingenios útil clara vislumbre. 
Refiérese a la industria diligente 
y talento sagaz, con que casillas
rústicas, para abrigo de su gente, 
edifica el Castor en las orillas 
de la fluvial y rápida corriente
de cuyas ondas fieras 
el ímpetu contiene con barreras, 
de dulce paz en el asido blando 
a la ciudad ingente gobernando. 

    Porque, apenas el sol en su ligera 
carroza va encumbrando 
de claro Olimpo la sublime esfera, 
y de su fuego con la viva hoguera 
de Cancro las estrellas abrazando; 
cuando, súbitamente, 
sacando de las selvas a la gente 
moceril, los castores 
concurren y preparan las labores 
para la mole ingente 
de la ciudad alzar, que, es lo futuro, 
a ellos y a sus amigos 
de amparo ha de servir y fuerte muro, 
tras de cuyos abrigos, 
rechacen a guerreros enemigos. 

    De allí que, prontamente, 
exploren de la selva la espesura, 
y de los ríos clara la corriente, 
y de margen lacustre la frescura; 
y calladas riberas, 
en que medran a vetos y palmeras. 

    Para estos laboríos 
se elige, con frecuencia, ancho terreno, 
cabe la margen de apacibles ríos; 
de cuyo terso y sosegado seno 
felices moradores 
se declaran los jóvenes castores. 
Mas porque no importunos aguaceros, 
lluvia vertiendo a mares, 
arrebaten los rústicos hogares 
de los castores, y con golpes fieros 
azoten a sus caros compañeros; 
y a la ciudad erguida 
sobre firmes cimientos y segura, 
no a rápida caída 
a despeñarla vayan de la altura 
la turba cautamente, 
antes de edificar en las riberas 
domicilios que alberguen a su gente; 
con esforzados bríos,
de troncos duros sólidas barreras 
opone al golpe de invasores ríos, 
para de estos las fuertes avenidas 
tener bien refrendadas; 
y, una vez en sus causes recogidas
las aguas conducir ya niveladas. 

    El grupo juvenil empieza ufano 
a corroer las plantas del lozano 
árbol de copa ingente, 
vecino a las riberas y cercano 
a las aguas de límpidas corrientes, 
para que ya caído 
que hubiera en tierra su cerviz enhiesta, 
le sea permitido
 con sus ramas tocar la orilla opuesta. 

    En su raíz minado, 
perdidas ya las fuerzas y el aliento, 
cae el sabino añoso derribado 
de su verde sitial, y toma asiento 
del río en las riberas 
opuestas entre sí; las que prudente 
cine y junta el sabino de proceras 
ramas sobre ellas adaptando un puente. 

    ¡Todas todos los litorales 
se quedan resonando a la caída 
del árbol colosal! .... y, conmovida 
Eco por el fragor de voces tales, 
desde el antro profundo en que se esconde, 
con acentos iguales 
a las voces lejanas corresponde. 

    Mas el Castor, sin miedo ni congojas, 
monta luego en el árbol arrancado 
de la tierra y, en breve, despojado 
su tronco, deja de hospitales hojas. 

    Como de tiernos años un guerrero 
suele --a veces lanzar-- con estridente, 
poderoso rumor, dardo ligero 
que arrebata la brisa velozmente; 
y de aquél por el fiero 
repentino fragor treme la gente; 
en tanto que, valiente 
el soldado nobel, las sugestiones 
menospreciando de cobarde miedo, 
se lanza con denuedo 
a batir del contrario las legiones; 
no de otra suerte acoge sin pavura, 
dentro del corazón, la castoreña 
grey que habita del bosque la espesura, 
el fragor que resulte en la llanura, 
del árbol colosal que se despeña 
y sin que estos rumores 
la perturben, activa sus labores. 

    La multitud, a poco, castoreña,
que de muy laboriosa tiene fama, 
de las floridas márgenes se adueña, 
y por ellas --como agua-- se derrama; 
y cada cual su oficio desempeña 
en la común labor que lo reclama. 
Por donde, sin rencillas, 
unos cortan los troncos torneados 
que yacen en las fértiles orillas; 
otros del verde roble cercenados 
dejan los suaves ramos y de arcilla 
húmedas los terrones, 
otros hay que los juntan en montones. 

    Todos trabajan con fervor intenso; 
y los castores que entre sí se ligan,
agobian y fatigan 
con sus faenas al boscaje denso. 

    Mas cuando ha preparado ya la gente 
todo lo conveniente 
para empezar con brío 
de las arduas labores la jornada; 
todo, al punto, traslada 
a las riberas de impetuoso rio: 
allí, de la enramada 
las verdes hojas en compactas heces; 
ahí, también la sólida estacada 
que, con diente tenaces, 
hubo de cimentar; allí, la dura 
greda también, llevada 
en los pliegues de luenga vestidura. 

    Cuando la juventud apresurada 
lleva por cima la fluvial corriente, 
cuyas riberas vieron con pavura 
la grande mole de arbóreo puente; 
administrarlo con afán procura 
para la activa y sudorosa gente. 
Junto al viejo sabino 
los castores, en denso remolino 
se aglomeran y forman escuadrones 
que tienen el buen tino 
de oponer bien dispuestos murallones 
a las inundaciones 
del torrente que enarcase mohíno. 
La juventud. La juventud ardiente 
se abre paso y camino, 
a través de la indómita corriente, 
por la parte y lugar en que el sabino 
sobre aquella y yaciente, 
a las riberas que se oponen traba 
y une en abrazo estrecho; 
y con las manos cava 
de la corriente en el profundo lecho, 
hasta que no con uña poderosa 
haya formado una profunda fosa. 

    Después el resto de la púber gente, 
en un árbol ingente 
y largo, firme haciendo ya teniendo; 
sin zozobras ni sustos 
va en las aguas profundas sumergiendo 
los troncos de los árboles robustos; 
mientras el cavador (que en alto lleva 
la cerviz) al madero derrocado,
 en la fosa lo encueva, 
y lo deja de arena circundado. 

    Se apoyan en el fondo los maderos; 
más irguen altaneros 
por cima el agua la orgullosa frente, 
con la que golpea fieros 
dan a la mole del arbóreo puente; 
puente que, de su peso con el brío, 
a su modo potente 
defiende las cóleras del río. 

    Mas ya que, bajo el puente, placentera 
la turba de los jóvenes fijado 
ha la viga primera; 
más adelante del bullente vado 
con las uñas cavando con empeño 
sigue; y deja clavado, 
en lo profundo un leño y otro leño; 
hasta lograr con brío 
que de troncos el grupo encadenado 
oprima el lomo del rebelde río 
y corte sutilmente 
todo el caudal que arrastra en su corriente. 

    Después, del árbol con los tiernos hijos 
ciñe los troncos en el suelo fijo, 
y tapa con arcilla resistente 
las grietas --de las aguas escondrijos-- 
que el dorso criban de la mole ingente. 
Luego al de troncos grupos encadenados 
deja bien cimentado 
de recio abeto sobre base dura; 
de verdes ramas todo engalanado, 
y ceñido de fuerte pegadura; 
la que impide potente, 
que ni una sola gota de agua pura 
pueda salir de la fluvial corriente. 

    Demás de esto, la mole ponderosa, 
que a la suerte debió rara figura, 
por la parte en que firme y poderosa 
la viga se asegura 
contra amagos del agua revoltosa; 
levemente inclinada, 
baja en fácil descenso a la morada 
fluvial, y se hunde en la profunda fosa. 

    Empero, por la parte en que salida 
da al rápido torrente 
desde los troncos altos, la fornida 
mole, de orgullo henchida, 
deja asomar su victoriosa frente. 
Y después mirarás que la medida 
de diez palmos cabales ajustando, 
su raíz extendida 
va la proceda mole dilatando; 
y que su frente erguida, 
con atención contando, por tres palmos se ve favorecida. 

    Luego por cima de la dura greda 
y ramas de los fértiles arbustos, 
y los de la arboleda 
troncos gigantes, anchos y robustos, 
que de fuertes vallados 
son apoyo y sostén; bien igualados 
resquicios hábilmente 
abre la joven, laboriosa gente; 
y a los que estrecha, al ir disminuida 
del río la corriente; y los ensancha, cuando ya crecida 
la onda fluvial desatase rugiente, 
para que bañe el río con iguales 
linfas los paralelos litorales. 

    Como cuando un magnate acaudalado, 
en las ondas del piélago salado, 
cerca de las orillas, 
opone un dique al mar alborotado, 
que sirva de refugio a las barquillas; 
y el sañudo elemento 
con oleaje férvido y constante 
bate al dique flotante, 
sin que pueda lograr el vano intento 
de cortar la onda pura 
que en el seno de aquél vive segura; 
no de otra suerte operan los castores 
refrenando con bríos 
las iras y furores 
de los hinchados y espumantes ríos. 

    Si por las ondas fieras 
alguna vez las sólidas barreras 
del dique, menoscabo
llegasen a sufrir; o, bien, lesiones 
de un cazador que, bravo, 
con repetidos golpes de talones 
las derrocase al fin; ya derrocadas, 
de ramas con montones 
dejaran sus fracturas reparadas. 
Luego que con aquellas ramazones 
la turba cuidadosa a reprimido 
del rápido caudal las rebeliones, 
ya dejándolo al orden sometido; 
construye amurallada, 
magnífica ciudad para su gente, 
allí donde la margen, refrenada 
muestra tener a la fluvial corriente. 

    En cuadrillas pequeñas 
la legión de Castores dividida, 
recoge de las márgenes risueñas 
ramos y endurecida 
greda y fragmentos de las duras peñas; 
y de fabricadas 
con exquisito gusto sus moradas, 
del cristalino río 
por cima las riberas enlamadas; 
porque aquél con los puros 
raudales de sus linfas sosegadas 
lave --al pasar-- de la ciudad los muros. 
De la grey castoreña 
una parte solicita se empeña 
en dar oval figura 
a las casas; en tanto que procura 
la otra que las moradas 
en que habiten con plácida dulzura, 
se miden circundadas 
por muros de tornátil estructura. 

    Una y otra cuadrilla, 
con todo, echa los sólidos cimientos 
del techo con arcilla, 
y de peñascos duros con fragmentos; 
dejándolos ceñidos 
del árbol con los troncos divididos; 
para que en sus asientos 
inmutables estando, los rugidos 
feroces burlen de contrario vientos. 

    Después con admirados 
ojos verás, ya firmes y seguros 
(con dos palmos de anchura decorados) 
cuál se levantan los potentes muros... 
y cómo la ribera 
afirma de las casas la techumbre 
en tal forma y manera, 
que por múltiples años persevera! ... 
La noble habitación de los castores 
en varios domicilios dividida, 
abraza por igual y da acogida 
tanto a las inferiores 
como a las altas sedes, en que cuida 
de que la activa gente 
con adecuados hospedajes cuente. 

    Y presenta, además, tras las barreras
que a las casas albergues dan seguros, 
espaciosas paneras, 
ocultas siempre por espesos muros 
a los cubiles de la plebe obscuros. 
Si a penetrar aciertas 
en estos del Castor inusitados 
alcázares; que adviertas 
conviene, que sus muros adornados 
están por dos bien colocadas puertas: 
una que las miradas 
dirige hacia las ondas refrenadas 
del impetuoso río; 
la otra, que estando por detrás del muro, 
muestra del bosque umbrío 
la paz callada y el silencio obscuro. 

    Con todo, ancha ventana, 
que en los muros abrió la turba ufana, 
sus postigos franquean 
para, debajo de ellos, la liviana 
corriente ver que caprichosa ondea. 

    Por arriba, a esta mole de granito 
arco central sombrea 
con follaje flexible y desbordante; 
y aunque todo ceñido 
está de humedad arena, no han podido 
ni con sus golpes fieros 
arruinarlo copioso a aguaceros; 
ni volcarlo del trono en que se asienta 
con su rápido empuje la tormenta. 

    Hora también mirad cómo la hueste 
púber haya recreo 
en que lo blanco su candor le preste, 
bañándola en su vivo centelleó. 
De sus casas los muros, 
por eso cubre con adorno agreste, 
y hace que brillen con notable aseo, 
como la nieve, diáfanos y puros. 
Para lo cual, ufanos 
los jóvenes castores, con fino 
escarpín de que armadas van sus manos, 
y también con el lodo que en los llanos 
recoge el campesino, 
una argamasa de dureza tanta 
labran; que el peso aguanta 
del pie que la combate de continuo; 
y mojan, endurecen y hermosean 
sus casas, con las cabudas que gotean. 

    Cual suele, a veces, laborioso obrero,
las casas de los ricos potentados 
clausuradas dejar, y con esmero 
pule techos y muros, porque puedan 
los regios decorado 
de torpe suciedad verse librados, 
o de la bóveda ancha 
quita con rapidez cualquiera mancha; 
los Castores así (celebre gente por su amor a la nítida blancura) buscan asiduamente 
para sus lares la fluvial corriente, 
donde intacta conserven su hermosura. 

    Después, con gran afán, dentro los muros 
de su propia mansión, el escogido 
lugar en que se sienten más seguros, 
dejan bien obstruido, 
y de las ramas umbríferas ceñido. 
Porque a la juventud acostumbrada 
a vivir en la selva florecida, 
le contenta y agrada 
llevar al interior de su morada 
de los bosques, la imagen parecida. 

    No así con tan hermosos decorados 
se ven resplandecer de los magnates 
los techos con primor elaborados, 
por más que tapizados 
de seda estén los muros y, a montones, 
plata y oro de altísimos quilates 
esmalten del hogar los artesones. 

    Si alguna vez la juventud, por tanto
 trabajo molestada, 
sufriendo de sus fuerzas gran quebranto, 
a la faena rinde pesada; 
entonces providentes los castores 
acuden en bandada 
para prestar en sus labores, 
de socios a la turba fatigada; 
mandándola que el peso 
que la agobia y oprime con exceso, 
deponga con presura; 
y pueda de la paz en el receso 
reparar de sus fuerzas la fractura. 

    Mas ya que los soberbios edificios 
la desnuda caterva a terminado; 
torna, de nuevo, a los oficios 
de la vida privada; y. con agrado, 
disfruta de la unión los beneficios. 

    Con ojos agoreros 
presidente la llegada de los días, 
y adivina los meses venideros 
en que con ondas frías 
la hórrida bruma asuela los potreros; 
y las hojas, del monte en la espesura, 
aparecen vestidas de blancura
y de rigida escarcha 
salpicadas y hielos y rocíos 
entorpecen su marcha 
precipitada los fugaces ríos. 

    Entonces el abeto 
(por su aridez, igual a un esqueleto), 
ya perdida su umbrosa cabellera, 
se encontrará impotente 
para pasto ofrece, cuando lo quiera, 
al Castor indigente: 
y porque no, por mísero accidente, 
de los castores a caer entera 
la república vaya, numerosos 
grupos formando la incansable gente, 
discurre por los sitios nemorosos 
para coger, anticipadamente 
de rígida escarcha ya seguros 
pastos en abundancia y bien maduros. 

    Tomando cada cual va su sendero; 
y todo por las vegas esparcidos, 
van más raudos que el céfiro ligero, 
para dejar los campos desvestidos 
de su verde follaje; y, divididos, 
siguiendo van contrario derrotero 
por la parte y lugar en que aromoso 
el bosque y las praderas 
frondosas solicitan al que ansioso 
se quiere aprovechar de sus maderas. 

    Este, del verde roble y la copuda 
encina arrancan las nacientes ramas 
ávido aquél, desnuda 
de su corteza --prodiga en retamas 
floridas-- a los troncos 
que se retuercen ríspidos y broncos. 
Y todo de la umbría 
selva en el fondo de recatados 
para que en guardia estén, de noche y día, 
a centinelas duchos y esforzados. 

    De la casa, después, los hondos senos 
de vastos almacenes (fabricados 
de todos por la unión) los deja llenos 
la turba, de manjares arrancados 
al roble ya maduro; y, vigilante, 
a los mismos con orden a amontona, 
porque, más adelante, 
del bosque, que de prodigo blasona, 
con más comodidad los compañeros 
puedan sacar fragmentos de madera. 

    Como cuando el colono por la amena 
campiña va cortando 
rica y copiosa mies; y la almacena 
codicioso, juntando 
con acuerdo prudente, 
a una arista otras más, que de granada 
mies dan montón ingente; 
el que después traslada 
(conforme a las costumbres 
añejas) del hogar a las techumbres; 
no de otra suerte el animal salvaje, 
llenado que ha las trojes de follaje 
el más apetecido; colocadas 
deja en orden las ramas del boscaje, 
que fueron por el hacha cercenadas. 

    Terminadas, por fin, estas labores, 
no sin grandes fatigas y sudores 
del pueblo; en los asilos 
de sus propios penates los castores 
viven ya ven venturosos y tranquilos; 
estando destinadas 
para cada escuadrón amplias moradas: 
De las que unas, encierran en sus muros 
a ciudadanos cuatro; otras, seguros 
albergues dan a seis; y, a veces, llena 
de huéspedes el lar una docena. 

    La juventud, con todo, reverente 
con la senil edad, a los castores 
inválidos de sitio preferente 
de la casa en los pisos superior; 
y para si reserva 
los que tocando están la húmeda yerba. 

    Entonces la industriosa 
castoril población, a la que abriga 
la selva misteriosa, 
se entrega sin cuidado, ni fatiga 
a disfrutar de calma deleitosa; 
y se alimenta del común forraje 
que le brinda abundante la panera. 
del rústico hospedaje; 
y goza con la idea placentera 
en engendrar copiosísimo linaje 
que tenga parecido 
con la patria raíz de que ha nacido. 

    Jamás precipitada la discordia 
del Castor las mansiones 
va a perturbar; ni turbias disensiones 
con litigios alteran la concordia 
que existe en los unidos corazones; 
ni se ven asaltados 
por odiosos ladrones los tejados, 
bajo cuyos asilos 
los habitantes, de quietud colmados, 
en sosegada paz viven tranquilos, 


    Pero si alguna vez ladrón astuto 
asalta de otra casa los graneros, 
y los despoja del copioso fruto 
que en su seno amontonan usureros; 
o con topes basuras 
manchare osado las mansiones puras 
do viven los castores quietamente 
sin penas ni cuidados; 
(ya que es preciso que, entre mucha gente 
de ella algunos cometan atentados); 
entonces, prontamente 
se arroja de la casa al insolente 
ladrón; y desterrado, 
se le impide vivir en el poblano; 
y, por la fuerza dura, 
se le obliga del monte en la espesura 
a quedar para siempre confinado. 

    El pueblo castoril, en tanto, queda 
en la sede fluvial quieto morando, 
ya con el agua o con la brisa le da 
su perezoso cuerpo recreando; 
ora, tras las ventanas 
anchurosas los miembros asomando, 
se nutre con livianas 
brisas al expirar céfiro blando; 
o ya, del mismo bando 
castoreño los súbditos zagueros, 
van sus miembros mojando 
del gélido raudal en los veneros; 
y las manos apoyan suavemente 
en el de la ventana 
espacioso dintel. Así la gente 
moza, que entra bajar tanto se afana, 
se resarce indolente, 
por largos tiempo, de la dura brega 
de trabajos pasados; 
y en corrientes purísimas anega 
de su cuerpo los miembros delicados. 

    Mas cualquier bando de esta grey lucida 
se empeña tenazmente 
sus propios hijos en sacar; y cuida 
de que, de nueva prole con la vida, 
de la familia el número se aumente. 
La hembra, siempre querida 
del marido que sírvela constante, 
tras de haber cuatro veces en los cielos 
dejado ver la luna su semblante; 
y ya ausentes la bruma y crudos hielos; 
a luz da dos gemelos 
cuando ya de alumbrar llega el instante; 
a no ser que, nutrida 
de portentosa sabia fecundante, 
dé a tres hijos la vida, 
que el gozo colmen de su padre amante. 

    Tras esto, recluida 
en su apacible hogar, la madre cuida 
de su linaje amado, 
hasta que, lleno de robusta vida, 
ya logre de ella colocarse al lado, 
y saque presuroso 
las tiernas plantas del dintel umbroso. 

    Entonces, de su prole delicada 
la madre acompañada, 
como las otras turbas, con empeños 
propias de un pecho, hasta el extremo, blando, 
va los floridos bosques visitando; 
los húmedos trozos de los leños 
manjar para los cuerpos encontrando. 

    Empero el padre infatigable, cuando 
ya los prados risueños 
de nueva flor se miran revestidos, 
y de verdad espléndido ya dueños; 
de los techos erguidos 
se arranca; y. sin dolor, a sus pequeños 
hijos y a su amorosa 
consorte deja en soledad penosa 
y no torna al hogar abandonado 
el viajero errabundo, 
hasta que no, de nuevo, visitado 
haya el signo de Libra el rubicundo 
Titán con su fervor acostumbrado. 

    Con frecuencia, también suelen los ríos 
visitar las campiñas abrigadas, 
e invadir los umbríos 
bosques, con sus corrientes desatadas; 
a cuyos cauces fríos, 
a sufrir el destierro los rigores, 
condenan los castores 
rígidos, inflexibles y severos, 
a aquellos de sus mismos compañeros 
que de hecho criminal son los autores, 
o a los que, abandonada 
la ciudad, los tenaces cazadores 
obligan a que dejen la enlamada 
ribera y sus queridos 
techos para correr despavoridos; 
y qué vaguen errantes 
por largo tiempo, hasta que ya seguro 
estén, como habitantes 
de los bosques recónditos y obscuros. 

    Cuando tales desgracias han probado 
la castoreña gente; 
del peligro que amágala inminente 
huye con rapidez; y ya cuidado 
de refrenar no tiene la corriente 
fluvial que el campo inunda, 
ni con afán habitaciones funda; 
sino ya satisfecha con los vados 
y yendo por los mismos esparcida, 
en cavernas coloca sus estrados 
la juventud florida; 
cuidando providente que cabida 
allí tengan arroyos estancados; 
pues siempre acostumbran las cuadrillas 
castoreñas cavar profundas fosas, 
de corriente fluvial en las orillas; 
porque aquella, con agua abundosas, 
bañe de sus hogares las casillas; 
y, por el propio peso que la agrava, 
fluyendo vaya por el antro. 

                                             Lava 
allí el castor, con abluciones puras, 
su cuerpo delicado; 
viendo pasar la vida, en las obscuras 
tinieblas de la fosa desterrado. 

    Empero, cuando placido y sereno, 
de la egregia ciudad mora en el seno, 
o de los patrios lares expulsado,
permanece en la cueva recatado; 
salen de sus cubiles 
los muros a arruinar fieras hostiles, 
que turban con temores 
la sosegada paz de los castores. 

    Así el zorro voraz y onza bravía, 
del Oso y el tejón en compañía, 
de amenazas armados 
y por ciego furor a arrebatados, 
con mordida potente 
desgarrarán los pechos delicados 
de la cobarde grey impunemente. 

    Empero, del castor a los rebaños 
el que causa más daños 
que otro cualquiera es el varón temido 
por los dardos que arroja, y los engaños 
sutiles de que siempre se ha valido aquí.  
De aquí que, con oído 
atento, siempre el castoreño bando 
el más leve ruido 
esté, desde las selvas, escuchando 
Y ya que a las ansiosas 
orejas llega en ondas vagarosas 
el rumor de que asoma el enemigo; 
prontamente el colega, 
que en el hecho fluvial encuentra abrigo 
y en las aguas se anega; 
azota con la cauda, 
del hondo rio la corriente rauda; 
con voces desusadas 
de la ciudad llenando las moradas. 

    Angustiase y se llena de pavura 
la república imbele, al trepidante 
clamor que la asegura 
tener al enemigo ya delante. 
Y de éste adelantándose al insulto, 
de la los techos encumbrados 
trastornando con hórrido tumulto, 
la grey despavorida, 
a través de las puertas y cercados, 
precipitada busca la salida; 
y con rápido curso asegurados 
sitios busca, y la vida 
al vigor de los pies acelerados 
encomienda prudente, 
librándose del riesgo ya inminente. 

    Y aunque el súbito anunció la sacude 
de pánico, no obstante, 
con astucia y engaños ella elude 
los golpes del contrario amenazante. 
E inspecciona ladina, 
poniendo en ello singular cuidado, 
por cuál senda camina, 
de la ciudad el huésped acerado; 
sí penetró, tal vez en la espesura 
o, nadando, a cruzado 
del ancho río la corriente pura. 

    Mas si ya sabe que en la selva oscura 
esperándola están redes tendidas, 
a escapar por las puertas se apresura 
que hacia el lecho fluvial tienen salidas; 
y sumersa en el vado, 
baja al fondo del cauce plateado, 
cabiéndole la suerte 
de que se haya librado de la muerte, 
gracias a haber con prontitud nadado. 

    Mas sí también nadando el enemigo, 
espanta las mansiones
 que amparan al castor y danle abrigo; 
pronto los escuadrones 
salen de la ciudad por los portones; 
y ocultos de la selva en los retiros, 
están a salvo los letales tiros. 
y no tornan al vado ni a los techos 
natales que han perdido, 
hasta no estar del todo satisfechos 
de haberse ya partido 
el invasor de todos tan temido. 

    Conviene, por lo tanto, a los castores 
atacar con la bruma congelada, 
cuando la nieve en cándidos albores 
a la campiña deje sepultada, 
y se hielan los ríos 
por las nevadas de los Alpes fríos. 
Entonces sus hogares 
la nemorosa grey deja, llevando 
buen repuesto de sólidos manjares, 
con que vaya su vida alimentando; 
y del fluvial estanque endurecido, 
a través de las anchas aberturas 
que tapó, con astucia, el prevenido 
mañoso cazador; rápidamente 
sale y se espacia por las aguas puras, 
que la protegen amorosamente. 

    En tanto, en la ribera 
la turba de los diestros cazadores, 
en paciente actitud, tranquila espera; 
y con gusto tolera 
los fraudes de los hábiles castores. 

    A poco, dispersadas 
por las cándidas márgenes del río, 
del castor las baldadas 
ocupan las mansiones recatadas 
en huecos troncos del boscaje umbrío. 

    Mas cuando los castores abandonan 
los que los aprisionan 
ribazos congelados por el frío; 
y cansados, levantan la cabeza 
por si me la onda cavidad; impío 
en cazador descarga con presteza 
de su hacha los rigores, 
los cuellos cercenados a los castores; 
y con las manos sacas de la espesa 
cueva, en la que metida 
morando estaba, a la valiosa presa 
que por las blandas piernas fue cogida, 
mucha fuerza oponiendo, 
y del hado y astucia maldiciendo. 

Empero el cazador, sobrecogido 
de terror que la lluvia y el frecuente 
hielo, que lo mantienen entumido, 
se abstiene tenazmente, 
por medio de la espada, 
de atacar a la grey fortificada, 
contento solamente 
de con redes tender una celada 
de los castores a la astuta gente. 
Así que va prudente 
de la selva explorando en qué regiones 
habitan del castor los escuadrones; 
qué pastos les agradan y contentan; 
y para sus lustrales abluciones, 
cuáles son los remansos que frecuentan. 

    Y una vez que ha probado 
que, con fragmentos de silvestre leño,
 por fuerza es arrastrado 
y retenido el grupo castoreño; el cazador prudente 
tiende mallas con ellos prontamente. 
Vuela el grupo a las redes, atraído 
por el aroma del banquete lauto, 
sin comprender, incauto, 
que de inicua dobles víctima ha sido. 

    Y mientras de devorando está las mieles 
que a de rotas cortezas extraído; de enemigos crueles 
viene a caer en los robustos brazos 
que le tendieron traicioneros lazos, 
los que estaban ocultos 
bajo las ramas de árboles incultos. 

    Y preso ya en la malla que lo oprime, 
sin un punto cesar, muy alto gime, 
deplorando su negra desventura 
en las entrañas de la selva obscura; 
hasta que desalmado 
el cazador, con báculo aguzado 
el cuello le tritura, 
y acortarle el aliento se apresura 
con golpe de puñal, bien asestado. 

    Como cuando la suegra enloquecida,
de rabia el pecho lleno, 
a la cuitada nuera aborrecida, 
de una copa en el seno 
urbana la convida 
a que apure mortífero veneno; 
y la nuera, ignorante 
del terrible peligro que la amaga, 
la pócima falaz bebe al instante, 
y con boca anhelante 
horrible muerte en la bebida traga; 
así, por la mentida 
dádiva los castores engañados, 
truecan en muerte su tranquila vida, 
cediendo, al fin, a inexorables hados. 

    Mas, a veces, también los cazadores, 
de tedio dominados y fatigas, 
se niegan a engañar a los castores 
con trampas y con ligas; 
y en un sitio apostados, largamente 
esperan a que pasen voladores; 
consumiendo los días 
sepultados del bosque en las umbrías. 

    Y porque reparada 
esta indolencia quedé, les agrada 
ceñir del bosque umbroso los confines 
con la caterva osada 
de numerosos y hábiles mastines; 
y postrar, desde lejos, con livianos 
dados a los imbeles ciudadanos. 

    Y ya una vez que hubieron los molosos 
fieles acorralado a los medrosos 
castores, de la selva en el reparo; 
atronando los vientos vagarosos, 
se oye el fragor de súbito disparo; 
tras del cual, en seguida, 
sale volando bala fulminante 
que causa en el castor profunda herida, 
y en el suelo lo deja agonizante. 

    De los cuatro bolcillos con que cuentan 
--según fama-- los gráciles castores, 
sacan, primeramente, 
maravilloso aceite los doctores 
para remedio de cualquier doliente; 
y al que, a poco, gazmoña 
la cana ancianidad (que fácilmente 
todo suele alterar) trueca en ponzoña. 

    Después los cazadores, 
de su preciosa piel a los castores 
desnudan; y, gozando 
de tan regio botín con los primores, 
en la erguida cabeza van mostrando 
de la fiera los cánidos colores. 

    O ajustando, altaneros, 
a sus sienes magníficos sombreros; 
o bien, a los cansados 
pies ajustan chapines delicados; 
o con espeso abrigo, 
tramado con la piel de los castores, 
del cuerpo todo alejan los rigores 
del crudo hielo y ábrego enemigo. 



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